Madre mía, dime a dónde has ido, cómo es el
lecho que te guarda o cuan amargo el aire que respiras por mi culpa. Dime si
verdaderamente es lejano el regazo de tus brazos o frío el vientre que me
espera. Dime madre mía, confiésame hoy que no soy tu hijo; niégame, te lo pido,
para que los errores de mi vida no causen penas en tu pecho, niégame para
quitarme esta aflicción de no tenerte en mis últimos suspiros. Mira cómo me has
amado y yo sin ser digno de tu cariño. Mira cómo te he dejado, tan sin vida ni
fortuna. Soy culpable de tu agonía, de tu dolor y sufrimiento. Soy la penuria
de tus ojos y el vahído de tus piernas. Ven, hoy quiero que escribas en el
cielo mi destino, que acicales mi memoria y me renazcas digno de tu seno, que
me consueles el miedo, me señales el camino y me duermas como cuando era un
niño. Ven madre mía…
A
veces siento que los odio. Te odio Manrique, a ti y a tus coplas que desolaron
mis pensamientos, a tu río y mar que ahogaron mi camino. Te odio Zolá, por
ligarme al medio y descifrar mi destino, porque soy imagen y semejanza del
lugar donde nací, al estudio y los amigos que tuve, porque soy lo que han hecho
de mí tus teorías y el reflejo de mi padre. Te odio Márquez porque lloré cuatro
veces mi muerte en Macondo. Te odio Tehodor Busbeck, porque en tus líneas ya
había visto lo trágico de mi historia, porque tenías razón. Te odio Gigante por
matar en vida a José padre y José hijo y por abusar de la mujer que amaban. Te
odio Frankeinstein, porque en esta vida sólo queremos ser felices a pesar de
nuestra dolida monstruosidad. Cuánto los odio y los admiro…
Confieso.
Cuando era un niño imaginaba ponerme en los ojos de quienes me miraban para
conocer cómo era visto, cómo era el mundo desde otro plano de la percepción,
nunca tuve éxito. Confieso haber tenido un primer amor y un primer beso en el enseño
básico, desde entonces conocí la excitación después de que esos labios me
dejaran un ligero cosquilleo sobre el paladar. Confieso haberle robado su
límpida inocencia con mis manos honestas debajo del escritorio. Confieso haber
mentido por pena cuando verdaderamente amaba a la chinita del Apostolado.
Confieso haber llorado siempre que me sentía sólo y desprotegido. Haberme
emberrinchado por cualquier juguete. Haberles robado las oportunidades a mis
consanguíneos. Haber fingido nuevamente el no sentirme mal cuando descubriera
que Denisse no me amaba. Haber deseado la muerte de otros. Robar la confianza
de los padres de mi primera novia formal y desmoronarle a ella sus sueños del
primer amor. Confieso haber amado demasiado a Fabiola y seguir amándola muchos
años después de que desapareciera de mi vida. Confieso haber gastado hasta los
recursos más perversos para que estuviera conmigo y haberla buscado en tres
ocasiones posteriores a su ida. Confieso no haber amado tanto como dije a Nandinha
y haberla hecho sufrir como el peor de los hombres del mundo que fui. Confieso
haber dudado de mi sexualidad cuando corrió el rumor de que la chica que me
gustaba era hombre; bien merecida la bofetada que me diera cuando en la cama le
gritara ¡porra, e eu que não acreditava
neste cu! Confieso haber matado a decenas de ratas y deleitarme con sus
chillidos, de ahí que ame los sonidos estridentes. Confieso, confieso,
confieso… no sentir arrepentimiento.
Oigo
el trote de tu caballo Miguel, allá en la Media Luna nos lloran tus muertos.
Ahora sé, como tú, qué es fallecer sin ser querido. Colapso; como hace algunos
años lo hiciera mi madre frente a mí, la diferencia tal vez radique en que no
soy consciente de quién me llore o quién se alegre. No veo ninguna luz ni nada
que se le parezca; acaso un pequeño punto negro que siento distante pero nada
de lo que dicen por ahí. No hay nada después de la vida, la muerte simplemente
es una oquedad y un silencio que fulmina, es una eternidad muda de instantes
con miedo. Niña, cuando yo muera no llores
sobre mi tumba, no escucho tu voz, por qué no me cantas para que no me
muera, por qué no me lloras para que luego muera. Cómo hemos llegado hasta
aquí, cómo es posible haber crecido tanto y no sentir pánico por sabernos
efímeros. Te necesito madre mía, quién ha de llorarme la muerte sino quien me
lloró la vida. Te necesito amor, quiero volver a tus brazos aunque sea de
mentira.
A
dónde queda el sentido de la vida si todos morimos, a qué la vida si nada
estará para siempre en nuestras manos ni en nuestras mentes. Por qué no
simplemente me muero, por qué tengo que pensar la vida. ¡Ay esta agonía!
Pareciera que llevo mil años procurando la muerte.
Algo
me toca; es una sombra quien me toma del brazo, me levanta de mi lecho de
muerte y me hace caminar. Allá adelante puedo ver más sombras que deambulan
pero a todas las conozco; es como un sueño donde sabes quiénes son las personas
a pesar de haber mudado a la referencia que hacías de ellas. Estoy en mi casa,
pero la de cuando era un niño; de hecho creo ser nuevamente un niño, la sombra
de un niño. Me siento feliz, hay una sombra que me abraza y me arrulla como si
fuera suyo. Es mi …
Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografías: Colapso: el delirio de Emilho Cabanhas (inédito).