martes, 4 de octubre de 2016

Plenilunio

Alguna vez oí de una amiga un término sorprendente: terrores nocturnos. Después de algunas lecturas en psiquiatría descubrí que en realidad es un padecimiento común, aunque generalmente se presenta en los niños. Entonces pensé que el miedo puede ser de dos formas, innata e inducida. La primera forma de miedo es aun insospechada por la propia persona, está dada por la misma fisiología de la especie y determina las reacciones ante ciertos estímulos que son potencialmente veraces en el mundo: miedo al fuego, a depredadores, a la oscuridad… El miedo inducido es aportado por una infinidad de factores externos que están dados por la cultura, y que pueden modificarse infinitamente, es decir, hasta que la misma especie humana desaparezca. Así, el mismo miedo al fuego se verá asociado a creencias o ideologías, el miedo a depredadores con seres imaginarios y el miedo a la oscuridad a cosas desconocidas e incomprensibles del mundo natural y sobrenatural.
            Recordé que de niño soñé con un sillón individual que de a poco se descubría, en un cuarto oscuro, por la luz de un cerillo que yo mismo encendía. En aquel lugar todo era tenue, mi cerillo apenas dejaba ver el color verde del sillón, de ese verde mate que usan los militares; todo se hacía cada vez más pardo por el mismo lugar y porque mi miedo había encontrado su talón de Aquiles. Durante gran parte de mi infancia ese sueño asoló los confines de mi tranquilidad y despertó en mí una serie de terrores en los cuales imaginé todo tipo de seres al asedio, no sólo de mí, sino de mis sueños también. Ninguno de ellos, por más horrible que hubiera sido, podía ser llamado pesadilla sino aquél primero, por incomprensible, indescifrable y simbólico. He aquí los sueños de algunas personas con las que conversé después de la plática con Alexis:

La mujer elefante
Estuve embarazada; mi hija no nació o nació muerta, ya no recuerdo. Yo la arrullé aún después de perderla y la imaginé en mi regazo; luego, lentamente una lágrima corrió por mi cachetito tierno hasta ella, apenas la tocó y se desvaneció en el aire. Qué insoportable soñarla con su vestidito verde corriendo por la casa entera, brincando y pintando las paredes. Y yo la regañaba. Le decía: ¡Ane, te vas a caer! ¡Ane, no agarres! ¡Pero cómo la quería! en su sonrisa la mía estaba. Cuando la quería abrazar se escondía de mí y yo la llamaba desesperadamente sin encontrarla; y la oía, sabía que estaba ahí, en algún lugar de mi modesta casa, pero mis sueños me abandonaban y despertaba en mi cama sola, abrazando la almohada. En la tele vi a una mamá elefante cuidando a su crío de los depredadores y éstos se lo comían, el primer plano mostró una lágrima verde escurriendo por la cara del animal. Allá por el noventa y cinco soñé (con mucha angustia) que era un elefante viviendo en un multifamiliar, mi hija se había transformado en el pequeño elefante, la pude reconocer porque los ojos nunca engañan a las madres. Un día vi cómo mi elefantita salía de la casa y a los pocos minutos pedía auxilio, sin poder ver lo que afuera sucedía, oía golpes, rugidos y chillidos que me alarmaron. Quise salir, pero mi enorme cuerpo se vio atrapado en de la puerta del último cuarto. Estiré la trompa, la sentí forcejeando con algo desconocido, por más que enredamos nuestras grandes y largas narices no pude salvarla, se la habían llevado. Con mi paquidermo llanto, crecí incontrolablemente hasta colmar la habitación, de la presión finalmente me asfixié y sucumbí al desmayo… soy una elefante llevando el llanto verde de mis penas. Cómo puede ser posible que no vean mi nariz…

El hombre atrapado
Mi nariz creció y tuve cuidado de no golpear a las personas. Creo que era más grande cuando hacía frío. Lo peligroso no era la nariz, sino el filo que tenía; parecía que era un gigantesco cuchillo capaz de rebanar todo cuanto le pusieran enfrente: madera, metal, rocas… todo. Para demostración, a mis amigos complací cortando los muros de mi casa, les decía: quieren ver la nariz fantasma, y corría directo a los muros derritiéndolos al instante, ellos sonreían conmigo y exclamaban: chico, estás loco, deja te limpiamos la nariz que te la has manchado de sangre. Miraba con incredulidad sus acciones: no es sangre, es que también derrito concreto… Un día en que me desesperé me decidí a derrumbar el edificio y con mi nariz fui cortando los pilares que sostenían el hogar de mis vecinos, nadie bajó a reclamar, a nadie le importaba. Corrí a través de los muros pero en el último me atoré, mi cabeza se había comenzado a hinchar y al parecer perdía su propiedad fantasmal de ignorar los muros. Estuve atrapado en las paredes por 220607 años pleniluniales hasta que una esfera de cristal rebotó de tal modo que tocó tres planos del cuarto al mismo tiempo y me liberó. Al salir de mi prisión el mundo había cambiado, las personas como yo fueron llamados locos, esquizofrénicos, bipolares y en fin, como el capricho de la psicología quiso. Así que me emparedé nuevamente, esta vez corrí lo más veloz que pude por el atrio de la catedral y empiné la cabeza hacia el pilar izquierdo de la puerta del perdón, no había mejor lugar para permanecer eternamente. Aquí sigo…

El rincón
Hay una señora dueña de las mareas[1], su voluntad mueve mi corazón y a veces agita el miedo de mis dientes. Ella es su madre. En las noches en que brilla completamente y eleva los océanos, él aparece de la nada postrado en la esquina de mi habitación. Delgado, alto, con el sobrero negro y un capote que llega hasta el suelo, sus manos son delgadas y finas, como si su trabajo no fuera pesado, sus zapatos están llenos de polvo como si fuera un caminante, pero no camina, siempre está ahí en el rincón. A veces cuando duermo siento que se recuesta a mi lado y entonces despierto asustada. Nunca lo he atrapado en el acto, sin embargo, puedo asegurar que en una de tantas veces sentí su abrazo frío rodear mi cintura y respirar su cálido vaho en mi oído, creo que ese día, cuando sentí que se levantaba, tuve miedo de que se esfumara. Ha habido muchas ocasiones en que lo he corrido, pero pareciera que su atrevimiento le hace permanecer inmóvil frente a mi cama. Sé que me mira, aunque no veo sus ojos yo sé que me observa desde ahí, bajo la sombra del sombrero. El 14 de febrero, cuando la señora de las mareas sonrió la noche, dio un paso hacia delante. Lo noté porque mi memoria recordó perfectamente el lugar donde hubo estado por los últimos 8 años. No sé qué pretenda, ya ha pasado mucho tiempo y aún no alcanza la cama. Me angustia su quietud, su silencio me hace pensar tantas cosas que a veces no consigo dormir. Hoy será luna llena, los dos centímetros que nos separan tal vez se borren. Qué cansada estoy, tal vez no sea nada…



Recogiendo los pasos
Mi muela tronó y el dolor fue tan insoportable que estuve a punto de perder el conocimiento, alguien iría a morir. Ya para el viernes velamos a la abuela y como no somos de los que acostumbran a permanecer mucho tiempo con el cuerpo, la enterramos a primera hora de la mañana; primero porque algo extraño había hecho que su descomposición se acelerara, y en segundo lugar porque el deseo de la abuela siempre fue entrar al camposanto apenas Dios se levantara. Oí de muchos vecinos cierta intranquilidad por escuchar que alguien caminaba por la sala, la cocina o el patio, todos ellos fueron amigos de mi abuela. No es raro aquí en Camotlan que los muertos recojan sus pasos, pero ciertamente nadie había caminado tanto como mi abuela. Dicen que algunas veces, en el campo, se oye a la abuela pizcando el frijol que ha quedado olvidado, que en la casa del padre hace un novenario cada fin de mes y que ha recorrido muchos de los caminos que nos llevan hasta Huajuapan de León, por los que ella pasó cuando era niña. Mi mamá platica con ella los sábados antes de ir al mercado, después dice que me deja con ella para que continuemos conversando, pero yo no quiero. Mi abuela me quería mucho. Un día me dijo que cuando muriera vendría por mí para que la acompañara en su camino, pero yo no quiero.

El señor del templo Expiatorio (sueño relatado por escrito)
Barrí la sacristía como todos los lunes, estaba por recoger la basura cuando entró un hombre vestido de negro; como si fuera un fraile de hábito negro. Nunca pude verle la cara por más que intenté. Una voz ronca y grave salió de la sombra que le hacía el capuchón: no volverás a hablar hasta el día de tu muerte. Enmudecí desde ese preciso momento sin poder preguntar por qué; corrí hasta la imagen del Cristo crucificado e intenté hablarle alguna palabra de ayuda, pero no pude. Dice el dicho que si no hablas Dios no te escucha, y a mí me pasó exactamente eso. Mi esposa no me creyó pese a que le escribía en papelitos mi historia y mi angustia. Cada mañana despertaba pensando que sería el último si acaso de mi boca, y por inconsciencia u olvido, daba los buenos días a mi mujer. Sabía que no moriría cuando ni ¡ah! podía decir. Algunos días más tarde pensé en la posibilidad de morir en algún otro momento, es decir, pensé en dos cosas, la primera que cuando mi voz regresara simplemente sería un aviso de que la muerte estaría cercana y que no pasaría de ese día; la segunda que mi voz podría regresar en cualquier momento y no precisamente en la mañana, así, el momento preciso en que dijera cualquier cosa sería mi último momento. Dado que mis pensamientos me hicieron suponer que mis palabras valdrían mucho cuando las dijera nuevamente, pensé en una serie de ellas que fueran las mejores de mi vida; como resultado las únicas que intentaría decir serían: Gracias Dios. Un día estaba sentado en la banca del patio y mi esposa se acercó hasta mí, me abrazó fuertemente como si no quisiera perderme, un hormigueo inquieto apareció en mi garganta y supuse que mi voz estaba por regresar. Pensé, guardo silencio y no le digo nada para amarla hasta que la otra muerte, la natural, nos separe, o hablo en este instante en que tengo la necesidad de decirle cuanto la quiero. Escribí en dos papelitos las palabras que quería decir. Abrí uno, lo puse en las manos de mi amada y le cerré el puño como indicando que no lo viera aún; me miró a los ojo, le sonreí y le di un beso… te amo.

El vagabundo[2]
Es la noche de navidad, los niños corren hacia mí y con sus voces tiernas me llaman abuelo, los abrazo sin que en mí exista el deseo de dejarlos nunca más. La mesa está servida con la mejor basura de la ciudad, mis hijos comerán con una felicidad incomparable y entre sus dientes se podrán observar algunos residuos putrefactos de comida y pelos de animal; alguien arrancará una pata de perro y del especiero agregará un poco de sarna tan sólo para darle sabor (yo les enseñé ese truco). Mi amada esposa (¿la ve?) está parada frente a la ventana, mirando a la señora de las mareas que en lo alto finge sonreír. Qué haces amor mío. Alejándome de ti… Hay desconcierto en el banquete, es un sueño, mi pantalón se desgasta en un instante y una mancha líquida comienza a dibujarse por la entrepierna, a dónde se va todo el mundo ¡Hija, Jahitzin!…

            Los temores de las personas fueron asombrosos, algunos otros que ya no recuerdo siguen dando vuelta en mi cabeza. Sé de algún otro que soñaba escribir y cuando despertaba había olvidado todo, no parece sorprendente puesto que a todos nos ha pasado algo similar, la cuestión está en que esta persona llevaba dos años soñando lo mismo, una y otra vez se repetía, sabía que era el mismo porque la huella que dejaban le hacía pensar eso, sin embargo, a la mañana todo se había borrado, ningún título, ninguna frase, nada. Sometido a hipnosis pudo rescatar estas letras: MUTNTOGRFAS.




[1] El sueño anterior y éste hablan de una “Señora de las mareas”, no hace falta ser muy letrado en los arquetipos sociales para darnos cuenta que ambos relatores se refieren al mismo ente. No es necesario pensar que las personas se conocen o que comparten gustos o aficiones; no, la misma cultura en la que ambos se han desarrollado les hace referirse al mismo “ser” del mismo modo. Es como si al dar una dirección nombráramos algún punto conocido de la ciudad para ubicar a nuestro caminante; la Señora de las mareas es la misma que a todos nos puede hacer soñar, es la misma que está y no desde el comienzo de nuestros días y hasta el final de ellos.
[2] Mientras me refería su sueño quedó hipnotizado por el mismo. Quise esperar a que despertara, sin embargo no lo hizo. La noche del 23 de diciembre de 2008 falleció bajo el puente de Ovando, de entre sus ropas encontré una foto, una mujer hermosa quien supongo es aquella que me pidió viera. Tenía una gran cantidad de cartas y todas destinadas a … las quemé para no despertar la curiosidad de los chismosos.


Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografía: Plenilunio (inédito)

domingo, 2 de octubre de 2016

Qué es esto


Se sabe, gracias a algunos sueños intranquilos, que existe un lugar en donde todo puede ser; lo que en la realidad se ha anhelado y ha quedado frustrado, tiene materialidad onírica en ese espacio insospechado: los deseos, los impulsos, los sueños, ideas, fobias reprimidas, pensamientos insanos, odios, amores… absolutamente todo lo que en nuestro mundo no ha obtenido su concretud. Ahí surgen las pesadillas y los despertares tranquilos; los juramentos de amor y las palabras imposibles que no decimos cuando sabemos que todo terminó; ahí se crean los placeres de una pareja cuando se miran antes de dormir y no dicen nada. Borges ha compilado una serie de entes en un libro que escribe junto con Margarita Guerrero y donde figuran varios de los seres imaginarios que habitan ese lugar. Hay conceptos, ideas e irreverencias orbitando el infinito espacio de las sombras.
            Ahí el silencio atraviesa el cuerpo y lo deja en estado de angustia, de incertidumbre. Si por azar se es de los que tienen ojos, éstos de poco servirán. Unos pequeños destellos de luz, como estrellas que muy en la distancia gelatinosa hay, apenas un instante se muestran cuando ya han desaparecido; se dice que son ideas; hay ocasiones que el lugar parece una noche estrellada. Si se es de los que tienen un hueco por ojos se está en una posición ventajosa. La conciencia despierta a través de los sonidos, ecos y demás ondas que invaden el cuerpo. Pese a que el ambiente crea extrañeza, de a poco uno irá acostumbrándose a la espesura del aire, a la pesadez del sentimiento que algunas veces llora, a la aflicción del amor o a la sonrisa lastimera del desengaño. Si algún aventurado osa poner un pie en ese lugar, sus pasos producirán un eco mórbido que temblará los huesos y la piel dejará chinita. Las ondas podrán verse en el camino mientras se alejan, sin que en ellas se perciba algún tipo de voluntad que las haga regresar. Se recomienda anular todo tipo de miedo, puesto que se podrían imaginar seres perversos que, obviamente, aparecerían ahí; sería mejor pensar en Mentor o incluso alguna figura que haya sido (o sea) arquetipo de bondad. Evite gritar, su angustia por no encontrar a nadie crecería al percibir los mil colores en que su voz se transforma al articular cualquier tipo de auxilio verbal. Aunque se sienta triste en aquel lugar, evite llorar, las lágrimas son mal vistas por los que no residen su “yo”; Alterimonios acechan el llanto para reír en su oído, literal, en su oído. Analice el ejemplo:

…las veo irse hasta perderse en la conjunción del infinito y mi pupila… ¡hay alguien aquí! Mis palabras rebotan sin respuesta y se amalgaman en colores impensados. Todo flota. Un carrito de mi infancia aparece, recuerdo su presencia en una lista de regalos que nunca llegó ¡qué mundo tan perverso que nos hace soñar! ¿es ese el progreso? La oscuridad lo devora así como la memoria terminará consumiéndose en sus propios recuerdos. Aparece una larga fila de objetos sin tópico aparente de clasificación; bien podría ser formal o informal; o bien por color, tamaño, propiedad, funcionalidad o grado de deseo frustrado, creo que tengo miedo. Una nube obscura se acerca…

            No hace falta leer más de esta aburrida anécdota. Es evidente la nostalgia victimaria que domina en las sombras. Qué no habrá en ellas; una niña que caminando llora como lamentando la muerte de su padre y en sus gritos la inspiración del poeta para escribir La Micaela, canción del Istmo que musicalizara Andrés Henestrosa y que llamara La Martiniana en honor a su madre. Imaginemos el dolor sufrido de la niña que es capaz de grabarse en la mente del poeta como palabras extenuadas. En otro apunte del anecdotario se puede observar un nombre cuya naturaleza aún es incierta: Jahitzin. Los etimólogos no aciertan en su origen porque la primera parte del nombre parece algún tipo de variante del hebreo, y la segunda una variedad del nahuatl clásico. Quién, en su más lúcida imaginación, habría concebido nombre tan imposible, en qué momento y por qué. No importa ahora, el nombre pertenece al mundo de las ideas; jamás fue en este mundo y jamás habrá persona que pueda llevarlo de pila.
            Ahí un papelito que versa: “abuelita Aurorita, no se te olvide, 2 28 90 87…” que seguramente se olvidó. Cartas de amor que nunca fueron entregadas, ora una que dice: “não vai acabar nos olhos esse amor, você duvidou quando chorei, chegou batucando quase me mata sambando com o coração cansado de sofrer, jurar jurei,  jurei que jamais ia por nada chorar,  foi promessa de samba melancolia, jurei te amar na saúde, na doença e na dor, é bom cumprir as juras de amor...[1], ora otra que afirma: “les parois de ma vie sont lisses, je m’y accroche mais je glisse, lentement vers ma destinée, mourir d’aimer…[2]. No cabe duda, ahí, en el lugar de las sombras, existen todos los secretos, desde el mapa verbal del tesoro de Moctezuma y la ubicación del origen de la vida, hasta el primer libro sagrado, el primer Dios, los Dioses posteriores y el Dios actual. Todo confundido a la espera de una puerta que los haga salir, a la espera de una mente que los materialice. Dicen que mientras la esperanza viva el lugar seguirá creciendo. Sus confines son inalcanzables, si se conoce algo de él apenas será una ínfima parte, que lógicamente hará surgir la duda: qué es esto. Paradójicamente la respuesta estará ahí mismo.




[1] La inclusión de la canción “Juras de samba” de Carlinhos Brown nos hace suponer que el autor infiere cierta relación metafísica entre su propio sentimiento y el de la canción; en otras palabras, pareciera que la letra expresa aquello que él, por imposibilidad léxica, no puede; convirtiendo a la letra en una catarsis anhelada y en un elemento intertextual con cabida narrativa.
[2] La segunda canción pertenece al cantante francés Charles Aznavour; los motivos por los cuales la incluye aún son inciertos.


Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografías: Qué es esto (inédito)