Alguna vez oí de una amiga un término
sorprendente: terrores nocturnos.
Después de algunas lecturas en psiquiatría descubrí que en realidad es un
padecimiento común, aunque generalmente se presenta en los niños. Entonces pensé
que el miedo puede ser de dos formas, innata e inducida. La primera forma de
miedo es aun insospechada por la propia persona, está dada por la misma
fisiología de la especie y determina las reacciones ante ciertos estímulos que
son potencialmente veraces en el mundo: miedo al fuego, a depredadores, a la
oscuridad… El miedo inducido es aportado por una infinidad de factores externos
que están dados por la cultura, y que pueden modificarse infinitamente, es
decir, hasta que la misma especie humana desaparezca. Así, el mismo miedo al
fuego se verá asociado a creencias o ideologías, el miedo a depredadores con
seres imaginarios y el miedo a la oscuridad a cosas desconocidas e
incomprensibles del mundo natural y sobrenatural.
Recordé
que de niño soñé con un sillón individual que de a poco se descubría, en un
cuarto oscuro, por la luz de un cerillo que yo mismo encendía. En aquel lugar
todo era tenue, mi cerillo apenas dejaba ver el color verde del sillón, de ese
verde mate que usan los militares; todo se hacía cada vez más pardo por el
mismo lugar y porque mi miedo había encontrado su talón de Aquiles. Durante
gran parte de mi infancia ese sueño asoló los confines de mi tranquilidad y
despertó en mí una serie de terrores en los cuales imaginé todo tipo de seres
al asedio, no sólo de mí, sino de mis sueños también. Ninguno de ellos, por más
horrible que hubiera sido, podía ser llamado pesadilla sino aquél primero, por
incomprensible, indescifrable y simbólico. He aquí los sueños de algunas
personas con las que conversé después de la plática con Alexis:
La
mujer elefante
Estuve embarazada; mi hija no nació o nació
muerta, ya no recuerdo. Yo la arrullé aún después de perderla y la imaginé en
mi regazo; luego, lentamente una lágrima corrió por mi cachetito tierno hasta
ella, apenas la tocó y se desvaneció en el aire. Qué insoportable soñarla con
su vestidito verde corriendo por la casa entera, brincando y pintando las
paredes. Y yo la regañaba. Le decía: ¡Ane, te vas a caer! ¡Ane, no agarres! ¡Pero
cómo la quería! en su sonrisa la mía estaba. Cuando la quería abrazar se
escondía de mí y yo la llamaba desesperadamente sin encontrarla; y la oía,
sabía que estaba ahí, en algún lugar de mi modesta casa, pero mis sueños me
abandonaban y despertaba en mi cama sola, abrazando la almohada. En la tele vi
a una mamá elefante cuidando a su crío de los depredadores y éstos se lo comían,
el primer plano mostró una lágrima verde escurriendo por la cara del animal.
Allá por el noventa y cinco soñé (con mucha angustia) que era un elefante
viviendo en un multifamiliar, mi hija se había transformado en el pequeño
elefante, la pude reconocer porque los ojos nunca engañan a las madres. Un día
vi cómo mi elefantita salía de la casa y a los pocos minutos pedía auxilio, sin
poder ver lo que afuera sucedía, oía golpes, rugidos y chillidos que me
alarmaron. Quise salir, pero mi enorme cuerpo se vio atrapado en de la puerta
del último cuarto. Estiré la trompa, la sentí forcejeando con algo desconocido,
por más que enredamos nuestras grandes y largas narices no pude salvarla, se la
habían llevado. Con mi paquidermo llanto, crecí incontrolablemente hasta colmar
la habitación, de la presión finalmente me asfixié y sucumbí al desmayo… soy
una elefante llevando el llanto verde de mis penas. Cómo puede ser posible que
no vean mi nariz…
El
hombre atrapado
Mi nariz creció y tuve cuidado de no golpear a
las personas. Creo que era más grande cuando hacía frío. Lo peligroso no era la
nariz, sino el filo que tenía; parecía que era un gigantesco cuchillo capaz de
rebanar todo cuanto le pusieran enfrente: madera, metal, rocas… todo. Para
demostración, a mis amigos complací cortando los muros de mi casa, les decía:
quieren ver la nariz fantasma, y corría directo a los muros derritiéndolos al
instante, ellos sonreían conmigo y exclamaban: chico, estás loco, deja te
limpiamos la nariz que te la has manchado de sangre. Miraba con incredulidad
sus acciones: no es sangre, es que también derrito concreto… Un día en que me
desesperé me decidí a derrumbar el edificio y con mi nariz fui cortando los
pilares que sostenían el hogar de mis vecinos, nadie bajó a reclamar, a nadie
le importaba. Corrí a través de los muros pero en el último me atoré, mi cabeza
se había comenzado a hinchar y al parecer perdía su propiedad fantasmal de
ignorar los muros. Estuve atrapado en las paredes por 220607 años pleniluniales
hasta que una esfera de cristal rebotó de tal modo que tocó tres planos del
cuarto al mismo tiempo y me liberó. Al salir de mi prisión el mundo había
cambiado, las personas como yo fueron llamados locos, esquizofrénicos,
bipolares y en fin, como el capricho de la psicología quiso. Así que me
emparedé nuevamente, esta vez corrí lo más veloz que pude por el atrio de la
catedral y empiné la cabeza hacia el pilar izquierdo de la puerta del perdón,
no había mejor lugar para permanecer eternamente. Aquí sigo…
El
rincón
Hay una señora dueña de las mareas[1], su
voluntad mueve mi corazón y a veces agita el miedo de mis dientes. Ella es su
madre. En las noches en que brilla completamente y eleva los océanos, él
aparece de la nada postrado en la esquina de mi habitación. Delgado, alto, con
el sobrero negro y un capote que llega hasta el suelo, sus manos son delgadas y
finas, como si su trabajo no fuera pesado, sus zapatos están llenos de polvo
como si fuera un caminante, pero no camina, siempre está ahí en el rincón. A
veces cuando duermo siento que se recuesta a mi lado y entonces despierto
asustada. Nunca lo he atrapado en el acto, sin embargo, puedo asegurar que en
una de tantas veces sentí su abrazo frío rodear mi cintura y respirar su cálido
vaho en mi oído, creo que ese día, cuando sentí que se levantaba, tuve miedo de
que se esfumara. Ha habido muchas ocasiones en que lo he corrido, pero
pareciera que su atrevimiento le hace permanecer inmóvil frente a mi cama. Sé
que me mira, aunque no veo sus ojos yo sé que me observa desde ahí, bajo la
sombra del sombrero. El 14 de febrero, cuando la señora de las mareas sonrió la
noche, dio un paso hacia delante. Lo noté porque mi memoria recordó
perfectamente el lugar donde hubo estado por los últimos 8 años. No sé qué
pretenda, ya ha pasado mucho tiempo y aún no alcanza la cama. Me angustia su
quietud, su silencio me hace pensar tantas cosas que a veces no consigo dormir.
Hoy será luna llena, los dos centímetros que nos separan tal vez se borren. Qué
cansada estoy, tal vez no sea nada…
Recogiendo
los pasos
Mi muela tronó y el dolor fue tan insoportable
que estuve a punto de perder el conocimiento, alguien iría a morir. Ya para el
viernes velamos a la abuela y como no somos de los que acostumbran a permanecer
mucho tiempo con el cuerpo, la enterramos a primera hora de la mañana; primero
porque algo extraño había hecho que su descomposición se acelerara, y en
segundo lugar porque el deseo de la abuela siempre fue entrar al camposanto
apenas Dios se levantara. Oí de muchos vecinos cierta intranquilidad por
escuchar que alguien caminaba por la sala, la cocina o el patio, todos ellos
fueron amigos de mi abuela. No es raro aquí en Camotlan que los muertos recojan
sus pasos, pero ciertamente nadie había caminado tanto como mi abuela. Dicen
que algunas veces, en el campo, se oye a la abuela pizcando el frijol que ha
quedado olvidado, que en la casa del padre hace un novenario cada fin de mes y
que ha recorrido muchos de los caminos que nos llevan hasta Huajuapan de León,
por los que ella pasó cuando era niña. Mi mamá platica con ella los sábados
antes de ir al mercado, después dice que me deja con ella para que continuemos
conversando, pero yo no quiero. Mi abuela me quería mucho. Un día me dijo que
cuando muriera vendría por mí para que la acompañara en su camino, pero yo no
quiero.
El
señor del templo Expiatorio (sueño relatado por escrito)
Barrí la sacristía como todos los lunes, estaba
por recoger la basura cuando entró un hombre vestido de negro; como si fuera un
fraile de hábito negro. Nunca pude verle la cara por más que intenté. Una voz
ronca y grave salió de la sombra que le hacía el capuchón: no volverás a hablar
hasta el día de tu muerte. Enmudecí desde ese preciso momento sin poder
preguntar por qué; corrí hasta la imagen del Cristo crucificado e intenté
hablarle alguna palabra de ayuda, pero no pude. Dice el dicho que si no hablas
Dios no te escucha, y a mí me pasó exactamente eso. Mi esposa no me creyó pese
a que le escribía en papelitos mi historia y mi angustia. Cada mañana
despertaba pensando que sería el último si acaso de mi boca, y por
inconsciencia u olvido, daba los buenos días a mi mujer. Sabía que no moriría
cuando ni ¡ah! podía decir. Algunos días más tarde pensé en la posibilidad de
morir en algún otro momento, es decir, pensé en dos cosas, la primera que
cuando mi voz regresara simplemente sería un aviso de que la muerte estaría
cercana y que no pasaría de ese día; la segunda que mi voz podría regresar en
cualquier momento y no precisamente en la mañana, así, el momento preciso en
que dijera cualquier cosa sería mi último momento. Dado que mis pensamientos me
hicieron suponer que mis palabras valdrían mucho cuando las dijera nuevamente,
pensé en una serie de ellas que fueran las mejores de mi vida; como resultado
las únicas que intentaría decir serían: Gracias Dios. Un día estaba sentado en
la banca del patio y mi esposa se acercó hasta mí, me abrazó fuertemente como
si no quisiera perderme, un hormigueo inquieto apareció en mi garganta y supuse
que mi voz estaba por regresar. Pensé, guardo silencio y no le digo nada para
amarla hasta que la otra muerte, la natural, nos separe, o hablo en este
instante en que tengo la necesidad de decirle cuanto la quiero. Escribí en dos
papelitos las palabras que quería decir. Abrí uno, lo puse en las manos de mi
amada y le cerré el puño como indicando que no lo viera aún; me miró a los ojo,
le sonreí y le di un beso… te amo.
El
vagabundo[2]
Es la noche de navidad, los niños corren hacia
mí y con sus voces tiernas me llaman abuelo, los abrazo sin que en mí exista el
deseo de dejarlos nunca más. La mesa está servida con la mejor basura de la
ciudad, mis hijos comerán con una felicidad incomparable y entre sus dientes se
podrán observar algunos residuos putrefactos de comida y pelos de animal;
alguien arrancará una pata de perro y del especiero agregará un poco de sarna
tan sólo para darle sabor (yo les enseñé ese truco). Mi amada esposa (¿la ve?)
está parada frente a la ventana, mirando a la señora de las mareas que en lo
alto finge sonreír. Qué haces amor mío. Alejándome de ti… Hay desconcierto en
el banquete, es un sueño, mi pantalón se desgasta en un instante y una mancha
líquida comienza a dibujarse por la entrepierna, a dónde se va todo el mundo
¡Hija, Jahitzin!…
Los temores de las
personas fueron asombrosos, algunos otros que ya no recuerdo siguen dando
vuelta en mi cabeza. Sé de algún otro que soñaba escribir y cuando despertaba
había olvidado todo, no parece sorprendente puesto que a todos nos ha pasado
algo similar, la cuestión está en que esta persona llevaba dos años soñando lo
mismo, una y otra vez se repetía, sabía que era el mismo porque la huella que
dejaban le hacía pensar eso, sin embargo, a la mañana todo se había borrado,
ningún título, ninguna frase, nada. Sometido a hipnosis pudo rescatar estas
letras: MUTNTOGRFAS.
[1] El sueño anterior y
éste hablan de una “Señora de las mareas”, no hace falta ser muy letrado en los
arquetipos sociales para darnos cuenta que ambos relatores se refieren al mismo
ente. No es necesario pensar que las personas se conocen o que comparten gustos
o aficiones; no, la misma cultura en la que ambos se han desarrollado les hace
referirse al mismo “ser” del mismo modo. Es como si al dar una dirección nombráramos
algún punto conocido de la ciudad para ubicar a nuestro caminante; la Señora de
las mareas es la misma que a todos nos puede hacer soñar, es la misma que está
y no desde el comienzo de nuestros días y hasta el final de ellos.
[2] Mientras me refería su
sueño quedó hipnotizado por el mismo. Quise esperar a que despertara, sin
embargo no lo hizo. La noche del 23 de diciembre de 2008 falleció bajo el
puente de Ovando, de entre sus ropas encontré una foto, una mujer hermosa quien
supongo es aquella que me pidió viera. Tenía una gran cantidad de cartas y
todas destinadas a … las quemé para no despertar la curiosidad de los
chismosos.
Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografía: Plenilunio (inédito)
Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografía: Plenilunio (inédito)