A Marce Viáñez
La última vez que escuché su voz fue también la última vez que nos vimos. Yo la vi sonreír como de “todo está bien”, y al cerrar la puerta volvió para decir: “yo también te quiero”. Obvio le creí. Pero no es que dudara de que en ese momento me quisiera, sino que lentamente fui descubriendo una verdad nefasta en esas palabras, decir “te quiero” no equivale a decir “estemos juntos”. Después de ese 16 de mayo, vivir fue bastante complicado. No había momento de ocio que no le dedicara a ella; volvía siempre jovial a la memoria como para recordarme que la había perdido. En mi mente hubo 7,121,995 versiones de lo acontecido y otras iguales en número que falsearon lo mucho (o poco) que la quise. Ninguna hablaría del por qué nos distanciamos, y quizá eso se debía a que ni yo conocía con certeza la razón.
Algunos
meses más tarde me encontré con uno de sus colegas y fue él quien, sin pedirlo,
me puso al tanto de su partida lejos de la Angelópolis. Supuse, entonces, que
los recientes acontecimientos cerca de Clavijero y las oleadas migratorias tras
las declaraciones de Alycandro, le habían hecho pensar, como a muchos, que todo
sería mejor en otro lugar. Obviamente pensé que allá lejos, donde alguna vez
soñé vivir cuando era joven, ella estaría siendo feliz, enormemente feliz como
alguna vez lo dijimos: “qué felicidad será nuestra infelicidad”. La imaginé
descendiendo del autobús mirando a ambos lados y tomar rumbo hacia algún lugar
desconocido para mí, perdiéndose toda huella de ella en mí, o de mí en ella,
para convertirnos en dos entes alienados del pasado compartido. En fin. Era
lógico, todos, en algún momento, abandonaríamos la ruina de ciudad; yo por mi
parte abandonaría en algún momento esta ruina de cuerpo.
El Estado
quería verse bondadoso y mover a la mayor parte de su personal a otras ciudades
en donde los conflictos políticos no afectaran la consecución del poder. Supe
de algunos colegas que fueron enviados a regiones muy alejadas del valle; a mí,
afortunadamente, me tocó cerca, en Tehuacan. Desmotivado, solo, ruinoso, no me
quedada más por hacer en esta vida que esperar un trágico final, no por mí,
sino por la vida misma. Establecí rutinas para pasar el tiempo. Para todo
existía alguna, para el trabajo, para la casa, incluso para pasear los fines de
semana o hacer las comprar. Nada ni nadie debía intervenir, eso era muy claro
en mí. Todo ese planteamiento en mi vida me avejentó unos diez años y me
convertí en un maniático de las rutinas. Hasta para pensar en Sarai tenía una, la
cual era cuidada de tal modo que nadie la interrumpía mientras me sentaba a
tomar un smoothie en los portales del parque Hidalgo.
Allá por el
2020, a un año de estar en esta ciudad (la fecha no me la creas mucho porque es
vago ese recuerdo), comencé a tener algunas alucinaciones que sólo me hacían
sentir incómodo. Era ella que aparecía y me miraba con sus ojos titubeantes,
sinceros, cautivantes. Consiente de mis alucinaciones, de saber perfectamente
que por ningún motivo sería posible que ella estuviera ahí, frente a mí,
caminaba lentamente hasta acercarme al lugar en donde se suponía que estaba y,
con las lágrimas asomando, me paraba exactamente en ese sitio. La física
comprobaba mi alucinación y triste volvía la mirada al mundo circundante.
Claro, hasta ahí todo bien, en serio; todo era claro y simple, dos cuerpos no
pueden ocupar el mismo espacio. El problema fue cuando la alucinación decidió
estar en la pared. ¡Vaya que dolió el querer ocupar ese espacio! La nariz
sangrando, algunos ayes de dolor que me acompañaron desde las butacas y también
algunas risas semi-discretas que con asombro veían mi estupidez. ¡Profe, qué le
pasó!; Perdón, jóvenes, no vi qué tan cerca estaba de la pared… Ni siquiera
sabía por qué me disculpaba.
El siete de
diciembre de ese mismo año cavilé sobre la posibilidad de pedir un permiso para
dejar el trabajo por un año, o por un tiempo, y despejarme de toda esa
estupidez que ya me fastidiaba. Me senté a la sombra de los portales en el
parque Hidalgo y pedí una chamoyada simple, sin tarugo pero sí con chamoy. Una
nube oscureció la plaza y un viento fuerte avivó los gritos juveniles de las
mujeres que paseaban. Todos miramos divertidos sin centrar la mirada en ningún
lugar. Los puestos de pulseritas cayeron, algunos más vieron volar sus anuncios
y en toda esa fiesta involuntaria apareció ella. Sonreía como todos, pero
también como sólo ella podía hacerlo. Iba sola, con un vestido blanco de
bolitas negras que destacaba en ese tono gris de fondo con que la nube nos
había dejado. Su cabello azul argón, sin daño por el aire, le acompañaba el
paso suave y seguro con que atravesó la calle Independencia. Mis ojos sabían
que ésta era la alucinación más hermosa que habíamos tenido en años.
Estupefactos, idiotas, mis ojos la siguieron hasta que la esquina impidió mirarla
y mantenerla en la pupila. El mesero llegó: ¡linda la chica ¿verdad?!;
¿Perdón?; La chica de blanco, imposible no verla; ¡Ah, sí!
Al llegar a
casa me miré en el espejo; sentí mi temperatura, mis ojos parecían normales.
¿Acaso mis alucinaciones habían llegado al grado de hacerse compartidas? o
¿será que ahora la imaginaré en otras personas? La maldición de Funes caería
sobre mí y no bastaría con recordarla, sino que también la vería reflejada en
otras personas. Semanas más tarde, platicando al aire con el mesero sobre
mujeres bonitas, le mostré una foto de ella como para probar mis visiones y
dijo: ¡Ah! ¡la misma chica de la vez pasada! no pierde el tiempo ¿verdad?; ¿Cómo
que la misma?; Sí, la de blanco, es difícil no recordarla –tomó la foto–, véala
usted, es tan guapa, ¿cómo se llama? seguro no es de aquí porque la
reconocería, ha de haber llegado con los migrantes de la capital, como usted…
El mesero siguió hablando, hacia mí mismo decía que todo esto era improbable,
seguro estaba soñando, seguro en algún punto de mi vida había caído en coma y
esto no era más que uno de los tantos mundos posibles que se construían en mi
mente. Ella no podía estar en Tehuacan; si bien era cierto que muchos habíamos
terminado aquí, ella debió irse lejos, al sur, a las tierras del Mam. Es más,
debe estar allá, casada, con hijos, feliz, lejos de mis sensibilidades,
olvidándome, odiándome. No aquí, nunca aquí, Tehuacan era mi sitio para
imaginarla, para estúpidamente recordar mis cursis palabras que para nada fueron
realistas: ¡hasta que me olvides, tuyo! No, no era posible, si esto era verdad
sólo significaba una cosa, coincidir, en algún lugar, en algún tiempo, en
alguna realidad, pero inevitablemente coincidir.
¿Coincidir?
¿Con quién? Ella no estaba aquí, debía hacerme a esa idea. Escribí para
distraerme sobre el éxodo poblano. A veces, en mis relatos moría yo o ella, o
viajaba perdido en el espacio, distante de todo, de ella. Los amigos buscaban
ayudarme para sacarla de mí, pero sólo Marcela tuvo la palabra correcta:
¡Aurrera! Uno de sus amigos que había pertenecido al ETA le contó que el origen
de esa palabra era Esukera, también le contó sobre los días en que fueron
perseguidos y de la fuerza que esa palabra les daba para mantenerse en pie:
“cuando te sintáis sola, o también cuando penséis que todo está acabado
¡aurrera!”. Así le dijo Charly y así también me legaba esa palabra para seguir.
No tenía nada que perder si ella verdaderamente estaba aquí. ¡Aurrera! Y si
verdaderamente un encuentro era inevitable, las palabras tenían que ser las más
vacías del mundo, las más comunes, las que han perdido toda intensión verdadera
de comunicar: cómo estás, cómo te va, hola y adiós; fingir total
desconocimiento era también una probabilidad, pasar de largo el uno del otro, detenernos
pasos adelante y volver la mirada para descubrir que todo está muerto…
¡Aurrera!
Tranquilo,
decidí cenar con café, pero ya no había. Tomé la cartera y caminé por Héroes de
Nacozari hasta el super, atardecía en la cada vez más ruidosa Tehuacan y el
aire, tranquilo y fresco, me acompañaba la mirada baja. Desde la avenida
Independencia vi el nombre del supermercado en un marco verde, me pregunté si su
pronunciación sería igual a como lo decimos en español. Sonreí de pensar que
frente a mí, el templo de la resiliencia estaba majestuosamente iluminado, era
un pagano más. Un templo artificioso, lleno de cosas que no necesitamos y de
otras que por costumbre consumimos. Café, tal vez un poco de jamón… Sí, de ese
señorita, gracias; me llevaré unas leches y cereal. Caminé despacio hasta la
caja, escogí la siete. Bip, bip. Esperaba detrás de un tipo que se llevaba todo
el super. Bip, bip. Tomé una revista y me distraje entre sus líneas mientras
acababa el desfile de artículos; no tenía prisa. Bip, bip. De reojo lo vi pagar
e irse. Después, la voz grave y femenina de la cajera viajó profundo en mis
recuerdos hasta ponerme la piel chinita: ¿Encontró todo lo que buscaba? El
silencio sobrevino; reconocí esa voz, era la misma que años atrás me hubo dicho
“yo también te quiero”. Mi rostro pausado volteó para encontrarse con la mirada
de una cajera también absorta. Estaba ahí, de frente a la chica de blanco,
mudos de asombro y con las miradas cristalinas desbordando una nostalgia feroz.
Quizás ella también pensaba en qué decir, o en cómo decirlo. Al borde de su
párpado detuvo un intento de lágrima y desvió la mirada para parpadear
seguidamente, así como para apagar la voluntad del llanto. Al regresar la
mirada, compuesta y en sí, dijo: ¿encontraste todo lo que buscabas? Te juro que
quise responder algo inteligente, pero mi boca estaba sellada y mi rostro se
deshacía en lágrimas ligeras y calladas. Apreté los labios y pasé saliva. No
dije nada, sólo asentí con la cabeza, había encontrado todo lo que buscada.
Pagué y sólo con movimientos de cabeza agradecí mi cambio; nada especial,
amabilidad simplemente. Antes de salir regresé la mirada para verla por última
vez en este ciclo de encuentros esporádicos, pues podrían pasar meses, años,
vidas enteras hasta volvernos a encontrar. Me miraba, con su mano afable
levantó el pulgar y dio una sonrisa finita. Todo está bien. ¡Aurrera!
Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), "La Femme: Aurrera" (Colección inédita de Cuentos)