sábado, 29 de abril de 2017

Aurrera

A Marce Viáñez

La última vez que escuché su voz fue también la última vez que nos vimos. Yo la vi sonreír como de “todo está bien”, y al cerrar la puerta volvió para decir: “yo también te quiero”. Obvio le creí. Pero no es que dudara de que en ese momento me quisiera, sino que lentamente fui descubriendo una verdad nefasta en esas palabras, decir “te quiero” no equivale a decir “estemos juntos”. Después de ese 16 de mayo, vivir fue bastante complicado. No había momento de ocio que no le dedicara a ella; volvía siempre jovial a la memoria como para recordarme que la había perdido. En mi mente hubo 7,121,995 versiones de lo acontecido y otras iguales en número que falsearon lo mucho (o poco) que la quise. Ninguna hablaría del por qué nos distanciamos, y quizá eso se debía a que ni yo conocía con certeza la razón.
            Algunos meses más tarde me encontré con uno de sus colegas y fue él quien, sin pedirlo, me puso al tanto de su partida lejos de la Angelópolis. Supuse, entonces, que los recientes acontecimientos cerca de Clavijero y las oleadas migratorias tras las declaraciones de Alycandro, le habían hecho pensar, como a muchos, que todo sería mejor en otro lugar. Obviamente pensé que allá lejos, donde alguna vez soñé vivir cuando era joven, ella estaría siendo feliz, enormemente feliz como alguna vez lo dijimos: “qué felicidad será nuestra infelicidad”. La imaginé descendiendo del autobús mirando a ambos lados y tomar rumbo hacia algún lugar desconocido para mí, perdiéndose toda huella de ella en mí, o de mí en ella, para convertirnos en dos entes alienados del pasado compartido. En fin. Era lógico, todos, en algún momento, abandonaríamos la ruina de ciudad; yo por mi parte abandonaría en algún momento esta ruina de cuerpo.
            El Estado quería verse bondadoso y mover a la mayor parte de su personal a otras ciudades en donde los conflictos políticos no afectaran la consecución del poder. Supe de algunos colegas que fueron enviados a regiones muy alejadas del valle; a mí, afortunadamente, me tocó cerca, en Tehuacan. Desmotivado, solo, ruinoso, no me quedada más por hacer en esta vida que esperar un trágico final, no por mí, sino por la vida misma. Establecí rutinas para pasar el tiempo. Para todo existía alguna, para el trabajo, para la casa, incluso para pasear los fines de semana o hacer las comprar. Nada ni nadie debía intervenir, eso era muy claro en mí. Todo ese planteamiento en mi vida me avejentó unos diez años y me convertí en un maniático de las rutinas. Hasta para pensar en Sarai tenía una, la cual era cuidada de tal modo que nadie la interrumpía mientras me sentaba a tomar un smoothie en los portales del parque Hidalgo.
            Allá por el 2020, a un año de estar en esta ciudad (la fecha no me la creas mucho porque es vago ese recuerdo), comencé a tener algunas alucinaciones que sólo me hacían sentir incómodo. Era ella que aparecía y me miraba con sus ojos titubeantes, sinceros, cautivantes. Consiente de mis alucinaciones, de saber perfectamente que por ningún motivo sería posible que ella estuviera ahí, frente a mí, caminaba lentamente hasta acercarme al lugar en donde se suponía que estaba y, con las lágrimas asomando, me paraba exactamente en ese sitio. La física comprobaba mi alucinación y triste volvía la mirada al mundo circundante. Claro, hasta ahí todo bien, en serio; todo era claro y simple, dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio. El problema fue cuando la alucinación decidió estar en la pared. ¡Vaya que dolió el querer ocupar ese espacio! La nariz sangrando, algunos ayes de dolor que me acompañaron desde las butacas y también algunas risas semi-discretas que con asombro veían mi estupidez. ¡Profe, qué le pasó!; Perdón, jóvenes, no vi qué tan cerca estaba de la pared… Ni siquiera sabía por qué me disculpaba.
            El siete de diciembre de ese mismo año cavilé sobre la posibilidad de pedir un permiso para dejar el trabajo por un año, o por un tiempo, y despejarme de toda esa estupidez que ya me fastidiaba. Me senté a la sombra de los portales en el parque Hidalgo y pedí una chamoyada simple, sin tarugo pero sí con chamoy. Una nube oscureció la plaza y un viento fuerte avivó los gritos juveniles de las mujeres que paseaban. Todos miramos divertidos sin centrar la mirada en ningún lugar. Los puestos de pulseritas cayeron, algunos más vieron volar sus anuncios y en toda esa fiesta involuntaria apareció ella. Sonreía como todos, pero también como sólo ella podía hacerlo. Iba sola, con un vestido blanco de bolitas negras que destacaba en ese tono gris de fondo con que la nube nos había dejado. Su cabello azul argón, sin daño por el aire, le acompañaba el paso suave y seguro con que atravesó la calle Independencia. Mis ojos sabían que ésta era la alucinación más hermosa que habíamos tenido en años. Estupefactos, idiotas, mis ojos la siguieron hasta que la esquina impidió mirarla y mantenerla en la pupila. El mesero llegó: ¡linda la chica ¿verdad?!; ¿Perdón?; La chica de blanco, imposible no verla; ¡Ah, sí!
            Al llegar a casa me miré en el espejo; sentí mi temperatura, mis ojos parecían normales. ¿Acaso mis alucinaciones habían llegado al grado de hacerse compartidas? o ¿será que ahora la imaginaré en otras personas? La maldición de Funes caería sobre mí y no bastaría con recordarla, sino que también la vería reflejada en otras personas. Semanas más tarde, platicando al aire con el mesero sobre mujeres bonitas, le mostré una foto de ella como para probar mis visiones y dijo: ¡Ah! ¡la misma chica de la vez pasada! no pierde el tiempo ¿verdad?; ¿Cómo que la misma?; Sí, la de blanco, es difícil no recordarla –tomó la foto–, véala usted, es tan guapa, ¿cómo se llama? seguro no es de aquí porque la reconocería, ha de haber llegado con los migrantes de la capital, como usted… El mesero siguió hablando, hacia mí mismo decía que todo esto era improbable, seguro estaba soñando, seguro en algún punto de mi vida había caído en coma y esto no era más que uno de los tantos mundos posibles que se construían en mi mente. Ella no podía estar en Tehuacan; si bien era cierto que muchos habíamos terminado aquí, ella debió irse lejos, al sur, a las tierras del Mam. Es más, debe estar allá, casada, con hijos, feliz, lejos de mis sensibilidades, olvidándome, odiándome. No aquí, nunca aquí, Tehuacan era mi sitio para imaginarla, para estúpidamente recordar mis cursis palabras que para nada fueron realistas: ¡hasta que me olvides, tuyo! No, no era posible, si esto era verdad sólo significaba una cosa, coincidir, en algún lugar, en algún tiempo, en alguna realidad, pero inevitablemente coincidir.
            ¿Coincidir? ¿Con quién? Ella no estaba aquí, debía hacerme a esa idea. Escribí para distraerme sobre el éxodo poblano. A veces, en mis relatos moría yo o ella, o viajaba perdido en el espacio, distante de todo, de ella. Los amigos buscaban ayudarme para sacarla de mí, pero sólo Marcela tuvo la palabra correcta: ¡Aurrera! Uno de sus amigos que había pertenecido al ETA le contó que el origen de esa palabra era Esukera, también le contó sobre los días en que fueron perseguidos y de la fuerza que esa palabra les daba para mantenerse en pie: “cuando te sintáis sola, o también cuando penséis que todo está acabado ¡aurrera!”. Así le dijo Charly y así también me legaba esa palabra para seguir. No tenía nada que perder si ella verdaderamente estaba aquí. ¡Aurrera! Y si verdaderamente un encuentro era inevitable, las palabras tenían que ser las más vacías del mundo, las más comunes, las que han perdido toda intensión verdadera de comunicar: cómo estás, cómo te va, hola y adiós; fingir total desconocimiento era también una probabilidad, pasar de largo el uno del otro, detenernos pasos adelante y volver la mirada para descubrir que todo está muerto… ¡Aurrera!

            Tranquilo, decidí cenar con café, pero ya no había. Tomé la cartera y caminé por Héroes de Nacozari hasta el super, atardecía en la cada vez más ruidosa Tehuacan y el aire, tranquilo y fresco, me acompañaba la mirada baja. Desde la avenida Independencia vi el nombre del supermercado en un marco verde, me pregunté si su pronunciación sería igual a como lo decimos en español. Sonreí de pensar que frente a mí, el templo de la resiliencia estaba majestuosamente iluminado, era un pagano más. Un templo artificioso, lleno de cosas que no necesitamos y de otras que por costumbre consumimos. Café, tal vez un poco de jamón… Sí, de ese señorita, gracias; me llevaré unas leches y cereal. Caminé despacio hasta la caja, escogí la siete. Bip, bip. Esperaba detrás de un tipo que se llevaba todo el super. Bip, bip. Tomé una revista y me distraje entre sus líneas mientras acababa el desfile de artículos; no tenía prisa. Bip, bip. De reojo lo vi pagar e irse. Después, la voz grave y femenina de la cajera viajó profundo en mis recuerdos hasta ponerme la piel chinita: ¿Encontró todo lo que buscaba? El silencio sobrevino; reconocí esa voz, era la misma que años atrás me hubo dicho “yo también te quiero”. Mi rostro pausado volteó para encontrarse con la mirada de una cajera también absorta. Estaba ahí, de frente a la chica de blanco, mudos de asombro y con las miradas cristalinas desbordando una nostalgia feroz. Quizás ella también pensaba en qué decir, o en cómo decirlo. Al borde de su párpado detuvo un intento de lágrima y desvió la mirada para parpadear seguidamente, así como para apagar la voluntad del llanto. Al regresar la mirada, compuesta y en sí, dijo: ¿encontraste todo lo que buscabas? Te juro que quise responder algo inteligente, pero mi boca estaba sellada y mi rostro se deshacía en lágrimas ligeras y calladas. Apreté los labios y pasé saliva. No dije nada, sólo asentí con la cabeza, había encontrado todo lo que buscada. Pagué y sólo con movimientos de cabeza agradecí mi cambio; nada especial, amabilidad simplemente. Antes de salir regresé la mirada para verla por última vez en este ciclo de encuentros esporádicos, pues podrían pasar meses, años, vidas enteras hasta volvernos a encontrar. Me miraba, con su mano afable levantó el pulgar y dio una sonrisa finita. Todo está bien. ¡Aurrera!

Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), "La Femme: Aurrera" (Colección inédita de Cuentos)

No hay comentarios:

Publicar un comentario