jueves, 16 de febrero de 2017

Un célebre Escultor

A ti

Tienes razón, mereces restaurar tu fama y, ahora que lo pienso, no debí dejar que esto que ahora soy afectara tu vida. Sin embargo tampoco puedes decir que todo es culpa mía, reparte algo para la gente que participó de esto, también es culpable. Yo no fui por ahí diciéndoles ¡vengan! ¡el arte llegó!, quizás en eso debas, por lo menos, disculparme. Pero pídete algo que la historia es larga, aunque es necesario contarla toda para que así, o me salves, o me condenes.
            Mucho tiempo después de que lo nuestro terminara, recuerdo haber pasado  por  periodos súper infértiles para la escritura. Había días en los que prefería no ir al trabajo para dejar que algo en mí fluyera hacia el papel. Sé que suena a cliché, pero recuerda que, siempre que escribía, lo hacía sobre la hoja clara y dócil, porque me molestaba no ver los tachones sobre mis palabras fatuas, las flechas dirigiendo los enlaces entre las líneas o los párrafos, los asteriscos destacando las ideas con potencial, etc. Quizás el malestar era un pensamiento absurdo sobre la perfección; no ver mis errores significaba no ser consciente de ellos y por lo tanto, el escribir directo sobre la computadora, resultaba aberrante para alguien como yo que pretendía llegar a ser un escritor. Nada, el vacío creador estaba vacío. Miraba las hojas nacaradas sin rayones siquiera, la pluma muerta sobre la mesita que hacía de escritorio y pensaba en una lápida de celulosa recostada sobre el cementerio plástico en espera de un epitafio boligrafiado. Sí, eso pensé, pero no pude escribirlo.
            Acepté el fracaso y volví a mis labores docentes tras un incidente que tuve en el mercado. Ya habrá tiempo para contarte eso. Fue el 20 de febrero de 2030 cuando nuestras famas se cruzaron, porque sin saberlo tú ni yo, en ese día comenzaba nuestra historia como célebres personajes de esta hípster ciudad. Desperté muy de madrugada, los ojos súper hinchados y difíciles de abrir, entre las sombras caminé hasta el baño y encendí la luz. Me dispuse a despojarme de ese dolor estomacal que provocó dos pesadillas seguidas en esa noche. Pujé con los ojos cerrados y aún medio dormido, el alivio a la indigestión que tensaba mis músculos abdominales me generaba un quejido hondo y duradero que me hacía llorar y escurrir la nariz como de tristeza. ¡Vaya que sería tristeza! Sin saber cómo, regresé a la cama. Horas después desperté con el ruido incesante del gas, eran las diez, tenía que levantarme y conseguir algo para desayunar que no fuera tan pesado, pero era tarde para todo, quizás en el camino algo calmara el hambre mañanera. Corrí a las clases en la Facultad de Lenguas. Sé que ese día no di todo lo que podía para con mis estudiantes, la resaca muscular amenazaba con retortijones mi estómago constantemente, sentía que la consistencia fecal en mis entrañas cambiaba de estado material y me decía hacía dentro: cómo nunca ocupé esto como ejemplo de los fluidos líquidos y gaseosos cuando trabajé en la SEP.
            De regreso a casa tuve un retortijón tan fuerte que dudé de mi capacidad adulta para controlar la salida voluntaria de caca, boté todo sobre los sillones y tomé una antología de poetas, así de gruesa, mira. Supuse que este nuevo malestar me haría pasar otros quince minutos en el baño. Cuando abrí la puerta miré el fondo del escusado y recordé que había olvidado jalar la palanca en la madrugada. Justo en ese momento hice el descubrimiento. Obviamente, primero no lo creí, carcajada tras carcajada me hicieron llorar de pura risa recordando que con los amigos siempre decía: te voy a clonar, me saliste igualito, copetudo como el presidente. Reí sin parar y ya para entonces el malestar que traía se me había olvidado. Tenía que contárselo a alguien. Le hablé a René: ven wey, hay algo importante que quiero que veas. Tras varias negativas, aceptó llegar por la tarde-noche, mientras tanto clausuré mi baño y procuré no tomar muchos líquidos.
            Cuando llegó se la pasó mirando las paredes pensando que en ellas se encontraba lo que debía ver. Por fin, cerca de las diez y después de algunas Weizen, le dije: ¿ya quieres ver mi “obra” de arte? Fuimos al baño, abrió bien los ojos e incrédulamente me regresó la mirada: ¡no mames!; Ahí está, wey, tú la estás viendo; No, wey, no mames, ¿es falsa, no?; No, es mi caca hecha arte, wey; ¡No mames!... Reímos toda la noche haciendo chistes, recordando todas las veces en que comparábamos gente con el excremento; resignificando el hecho de decirle a alguien que es una mierda, dijimos que la coincidencia con el día era mero producto del azar, aunque ya en su nombre llevaba la penitencia: miércoles; y así nos la gastamos ese 20 de febrero de 2030 hasta altas horas de la noche.
            Meses después, en una reunión con el Rector, se dijo que debíamos buscar nuevas formas de promocionar el arte en la universidad aparte de las que ya existían, y que esta inquietud era consecuencia de su hartazgo sobre tanta cosa expuesta en los espacios culturales de la universidad y que no se producía hacia dentro de ella. Agaché la mirada de aburrimiento y de reojo miré una mano levantarse, la voz dijo: Doc, yo conozco un escultor poblano, si usted me lo permite, puedo ver si aún sigue trabajando en la universidad. Nuestras miradas se cruzaron y me guiñó al tiempo que el Doctor le decía: adelante, René… En el estacionamiento, antes de despedirnos, me pidió que me preparara para presentarle algo al Doctor, obviamente me extrañó su comentario y sentí una ligera burla que no supe si enojarme o sonreír: Mira, DunkelBlau – a veces era muy propio conmigo –, si no fuera yo tu amigo, ni te conociera como hasta ahora, no adivinaría que lo de la vez pasada te ha obsesionado, ¿o no?, es más, estoy seguro de que has pensado en cómo hacer otras estatuillas, lo único que no te adivino es si ya lo hiciste, pero, mira, tómalo como una puerta hacia lo que buscas como artista, porque yo puedo llegar con el Doc y decirle que no encontré al escultor pero, en cambio, te he encontrado a ti, ¿ves?... Tenía, de cierto modo, razón. En primer lugar sí lo había pensado, y en segundo lugar, aunque suene muy asqueroso, aún conservaba esa estatuilla.
            Comimos en mi casa la tarde del 16 de mayo para celebrarnos, como de costumbre, el día del maestro; éramos unas quinceañeras que entre bromas, Brandy y demás referíamos constantemente a la estatuilla. Ebrios decíamos ¡Salud por la gran mierda! ¡Más miércoles como éste! ¡¿Qué mierda hiciste?! Y las carcajadas estridentes escapaban por las ventanas como otrora cuando nuestra juventud vital nos permitía beber sin parar y salir a la calle nocturna, a brindar con los de la basura o a divertirnos en las pulquerías del mercado Hidalgo; ¡ah! ¡las amistades que uno hace de borracho! Regresó del baño y preguntó por ella. Por supuesto la tenía guardada. Había sido difícil (bueno, no, complicado) sacarla del escusado sin maltratar su fragilidad pastosa. Con guantes y esponja retiré los líquidos hasta poder meter una espátula plástica que de un solo movimiento trajo consigo a la estatuilla. Le adecué una base de madera y para que perdiera la repulsiva vista que tenía en color café, le puse una capa fina de cal, la cual también le ayudó como desodorante. René la miró sorprendido dentro de un nicho y me dijo: ¡me cae que estás re toto! ¿has hecho más?; No, desgraciadamente no han salido más; Cómo que salido; Sí, yo no la hice realmente, salió solita; Pues, mi amigo Dun, tú que eres un chingón para la investigación, a ver si te averiguas cómo le hiciste para que saliera.
            Hasta aquí las mentes sanas abandonarían. Pensar en algo semejante, como el descubrir cómo un ano puede modelar figurillas de caca con la impresión de la voluntad humana, sobrepasa los límites del chiste vulgar, insano y repugnante. Incluso podría pensar ahora que, ni a los positivistas les hubiera gustado conocer las causas últimas de este fenómeno. Sin embargo, creo que por seguirle el juego a mi amigo, realicé alguna serie de experimentos con mis alimentos y bebidas. Lo que sí descubrí, y sin que se relacionara directamente con las estatuillas, fue que las dietas pueden seguirse; comí vegetales, carnes, pastas, garnachas, tacos, y bebí cuanto líquido me encontré en casa: agua, refresco, huachicol, tiburón, pulque, café, etc. Todo infructífero, porque lo que nunca supe, incluso hasta ahora, fue cómo hacer que mi voluntad moldeara una u otra estatuilla. Sin embargo, por esos días de ociosidad, recuerdo haber escrito unas líneas a propósito de mis experimentos: Polvo de serpiente arrastrando sus esporas en el cuerpo inútil de mi flora; sin salida mas con sangre, atrapada en el laberinto inmóvil del duodeno, como magia desgastada por los malos hechizos del pinaverio. Pesadilla a urdir en los rincones dejame morir como mueren los salvajes de mi carne, quiero pelearte frente a frente con la espada de subacetato de aluminio y ganarte la batalla con las semillas de hidrocortisona.
            El sábado ocho de junio descubrí sensaciones extrañas que me avisaban de otra creación. No sé bien cómo explicarlo, hubo movimientos abdominales que tensaban y distendían mi estómago, también pausas determinadas durante la excreción que fueron acompañadas de quejidos a boca cerrada y sobretodo hubo la sensación de un flujo lento y materialmente consistente que caía; pero más extraña te parecerá mi reacción, porque era imposible no disfrutar del momento en que nos despojamos de lo inútil del cuerpo, dejar que las lágrimas nazcan y agüen la mirada clavada en los azulejos… Pop. Salió de mí, efectivamente, mi clon miniaturizado.
            Serios ante el Rector, mostramos mis eses caleadas en un nicho de cristal que les daba un toque de fragilidad artística inigualable. Admirado por el detalle de los rostros, el cabello y las ropas, dijo no haber visto nada tan interesante como hasta ese día. Me ofrecieron exponer en una galería del centro de la ciudad y para entonces tenía unas veinte estatuillas de las que, te lo juro, no sé ni por qué salían de mí. Entre becarios y personal de la universidad montamos las esculturas de tal modo que permitían observar los detalles que tanto habían gustado al Rector. En los primeros días la afluencia fue poca, sobre todo porque omití dar noticias de esto a los amigos artistas, no quería que supieran nada de mi falsa incursión en la escultura; sin embargo, la noticia corrió por aquí y por allá y de pronto me vi envuelto por personas que ni conocía y que buscaban conversar cuestiones de arte. ¡Qué aburridos! De pronto uno ve a la gente caminando por entre la exposición hablando de lo que observan y de lo que no, de lo que imaginan, de lo que creen, de lo que suponen que es el arte. Sobre todo aquellos que buscan explicarlo todo, ridículos con lentes de pasta y amigos de todo lo bueno, veganos, animalistas, ecologistas, creyentes de la democracia y de la justicia, ¡qué fastidio! Intelectualoides que en sus palabras adoran la intimidad de Cleopatra. Ante tal fenómeno, la repugnancia de mis esculturas fecales era mínima.
            Esa exposición duró dos meses y mi fama creció lentamente igual de repugnante como mis eses. Entrevistas, conferencias, aplausos, críticas…; yo no buscaba eso. En septiembre, una voz al teléfono me ofreció comprarme las esculturas – lo siento, no están a la venta –, pero insistió y le dije que marcara más tarde. De verdad quedé sorprendido de que alguien quisiera comprarme mi caca, aunque reparé en el hecho de que nadie, excepto René, sabía que esas no eran esculturas normales; así que pensé en la cantidad más exorbitante que pudiera imaginar a fin de quitarle los ánimos al comprador. Pediría medio millón de dólares por la estatuilla que quisiera. ¿Adivinas lo que pasó? Sí, me compró mi caca por medio millón, sin regatear; y yo le envié por paquetería hasta Guadalajara la escultura del Papa tropezando en una escalinata. No sé si esta persona pasó mis datos y el precio, pero a la semana comenzaron a llamar otras personas con intenciones de compra. Siempre me negaba y siempre terminaba aceptando. Vendí por diversos precios las esculturas fecales y hasta la fecha no sé a dónde habrán ido a parar todas. Sólo conservé las dos primeras.
            Un viernes antes de tu aniversario recibí una llamada en la que me pedían presentarme en el juzgado acusado de estafa. No entendía de qué se trataba, pregunté: segura que no se equivocó de número; No, señor, es urgente. Al llegar a la sala de los juicios orales, dos personas estaban frente al juez y el policía. Uno de ellos era un tipo obeso, moreno, avejentado, con un lunar grande en la frente y una sonrisa grotesca tipo Diego Rivera; me acusaba de estafarlo al venderle una escultura de material dudoso que no resistió el paso de un trapo con el que buscó limpiar un enmohecimiento sobre la misma. Mi defensa fue simple al principio, al aclarar que por eso las esculturas se entregaban dentro de un nicho y que posiblemente la humedad se debía al lugar en donde se colocó. Le dije al juez que el trabajo era una cosa fina, pero que no requería de cuidados especiales más allá de permanecer dentro de su cajita de cristal. Entre dimes y diretes hablamos por cerca de una hora hasta que al abogado se le ocurrió traer la escultura. El juez la revisó y resaltó un olor extraño, preguntó si era yeso o algún tipo de cemento blanco: No, señor juez, pero es un material frágil; Puede decirnos qué es; – Con tono semi-serio, dije – claro que no, no puedo revelar los materiales con que mi escultura ha tomado forma ¡es antiartístico!, antes prefiero devolver lo que el señor ha pagado por ella. El desgraciado pidió el doble de lo que pagó, obvio me negué argumentando que todas las compras se hicieron por teléfono y yo no podía estar seguro de que él fuera el comprador. Quizá hubiera sido mejor aceptar, pero ya lo había dicho. Así que al juez se le ocurrió decir que pagara la mitad de lo solicitado con la condición de revelar el material con que habían sido hechas las estatuillas, además así, ante la ley quedaba claro el tiempo de vida de esas esculturas. Era aceptable y de cierto modo me convenía, dieciocho esculturas de lo más representativo del mundo: Hitler, Gandhi, el Papa, Cristo, la Virgen, los Beattles, Virgilio Piñera, Borges, la caída de las Torres Gemelas (esa fue difícil), entre otras tantas, vendidas en varios miles de pesos. Era más que lógico pensar que todos aquellos quisieran demandarme al saber que su escultura acabaría derruida por el moho. Dudé, pero terminé aceptando sólo si el juez era el único en saber la verdad del material. ¡Pinche juez! Él había comprado la de Benito Juárez sosteniendo la bandera nacional donde los detalles del escudo simulaban los bordados en hilos de oro. ¡Pinche juez!
            Aunque ese chiste me salió caro porque le tuve que dar tres veces el valor de compra y así evitarme más líos. El muy canalla fue con el chisme a los medios, quienes comenzaron a revelar en los periódicos que muy posiblemente la gente tenía, como centros de mesa, un “fino mojón”. La crítica se dividió en dos, como siempre, por un lado los puristas del arte que dijeron cuanta cosa se les ocurrió, apelando a la historiografía del arte, a lo sublime del espíritu, a decir que les tomaba el pelo; en fin, a cuanta tontería se les ocurrió para justificar que mi escultura fecal era una mierda de arte. ¡Pues claro que era una mierda! ¿Por qué les molestaba? Y por otro lado los que me defendieron argumentando que ya Duchamp había hecho algo similar, pero menos arriesgado, con el urinario de Nueva York, que yo tenía una propuesta revolucionaria, la cual nos obligaba a repensar la plasticidad y materialidad de la escultura, a relecturas sobre lo que las vanguardias históricas buscaron con destruir la institución del arte, así como replantear los medios e instrumentos con los que se construyen discursos artísticos… Incluso hubo por ahí algunos sociólogos aventurados que vieron en mi “obra” el efecto del mundo post-postmoderno, que era el hastío de la cotidianidad y no sé cuánto más inventaron. Días enteros se iban en discusiones absurdas sobre mis eses, no había exposición, presentación de libro, concierto o recital, en donde no se hablara de mí arte excremental. Mis amigos y yo nos limitábamos a reír, qué más nos quedaba. No obstante, ante toda esta tensión, se avecinaba el final como un torbellino de inodoro.
            Estaba harto de todo, de los pros, los contras, los neutros… en suma estaba harto de la ciudad. Me dediqué a escribir nuevamente, a terminar los relatos de Ixitlán y a acabar los Versos Insanos. También retomé mis prácticas con la guitarra y hasta hice un pequeño bolero que en la voz de Pedro Infante seguro hubiera sido un éxito rotundo, es una pena que el tiempo nos separe por casi cien años. De las acuarelas mejor ni hablamos, aunque mi padre fue y es un gran pintor, a mí siempre se me escurría el color; nunca logré los efectos que él pudo como cuando pintó a la Iglesia de Analco allá por 1993. Ante mi paulatina desaparición de la escena artística, la gente me pedía explicar cómo las hacía, porque los detractores dijeron que todo era una sintomática de mi no desarrollo artístico, de no superar la etapa fecal y que por eso, mi supuesto arte, era un mero juego infantil. La tarde del sábado 22 de febrero, recordando que hacía poco más de un año que no te veía, abrí el armario y miré fijamente a la primera escultura que había salido de mí para llevarla a una plática donde explicaría todo. Al llegar ahí, desafortunadamente estaban varias de las personas que, o se sentían timadas, o apreciaban mis diminutas esculturas. El nervio me invadía, se hizo un gran silencio mientras caminaba por un improvisado pasillo central en la cancha de San Pedro. Tomé mi lugar, nadie osó sentarse conmigo; solo, como de costumbre en mi vida, repasé con la mirada al público y entonces no tuve más remedio que decir lo primero que se me ocurrió:
Qué demonios es el arte en nuestros días. Bajo qué parámetros agrupamos o disociamos arte. Quién tiene el poder en su palabra para decir con autoridad si algo es un producto del arte. Desde mi punto de vista es nuestro ego lo que determina aquello que llamamos arte, y no necesité hacer estudios profundos sobre el tema para llegar a esa conclusión; porque al final de cuentas podemos distinguir entre dos intenciones artísticas causadas en el ego. La primera y más trivial es la que, olvidándose de toda filosofía, crea a partir de los elementos culturalmente asociados a las disciplinas artísticas, caso infame dentro de las letras porque genera un tipo de poesía y prosa intelectualizada que apela constantemente a las citas de autoridad del pasado glorioso; literatura actual por demás vacua ininteligible e insensible, sin fondo, varada en la mera apariencia de la fama literaria de otros; como para demostrar que aquellos que la escriben son lectores de textos considerados literatura. La segunda, sin reparar tanto en los recursos, explora las contradicciones humanas, sus aporías, pero fracasará en su concreción plástica, porque no podrá nunca transmitir aquello que ha encontrado en sus reflexiones, y porque en su quehacer no busca ser en sí un producto del arte, sino ser apreciado como arte por su pretensión de colocar en este mundo el resultado de la reflexión, el resultado de la vivencia, en suma la vida <per se>. Los grandes artistas no nos muestran que saben de arte, simplemente muestran un objeto imperfecto apenas comparable con la idea en su interior.
     Qué ego tenemos en nosotros para señalar al arte, a las pretensiones o intensiones del artista. Este mundo cercano a su fin ha creado una serie de homúnculos sapientes que han elevado la crítica pero no el genio de la inventiva, de la creación. Homúnculos cobardes persiguiendo la fama, ocultos tras las virtualidades del internet, despotricando contra todo aquello que ellos mismos no han podido crear, mucho menos entender. ¿Acaso ustedes creen que el artista hace lo que hace porque su interés original es lo bello, lo estético? Por supuesto que no, el verdadero artista no busca lo bello, busca una actividad que le alivie sus esquizofrenias, sus frustraciones, no está buscando hacer arte. Eso lo buscan los fantoches, los intelectualiodes que creen saber de arte y de lo único que saben es de la parte instrumental; saben de límites del canon, pero no saben nada de la libertad. Para muestra un botón…

            Me levanté y mostré la estatuilla que me representaba. Era yo en una pose bastante extraña para los más. Hincado de rodillas y con las piernas abiertas, el pene erecto y los brazos extendidos hacia abajo, con las manos como si agarraran algo que colmara el ancho de la palma. La mirada estaba fija en una inclinación angular, como si delante de ella algo o alguien fuera sujeto de un deseo erótico. Los valientes se acercaron para apreciar los detalles de ese cuerpo antiestético y de esa mirada libidinosa que en ella habitaba. La mayoría de las mujeres se sintieron incómodas, otros hicieron chistes típicos de pendejos: el pito es el único de tamaño natural… Cuando todos los curiosos vieron satisfecho su morbo con mi representación escultórica, mostré a la primera estatuilla, la única que no había sido destruida por el paso del tiempo y que era tu viva imagen ¡Cómo no conservarla! Bocabajo, con el cuerpo dulce y frágil, con tus brazos recargados sobre los codos levantabas la mitad superior del cuerpo y tu rostro miraba por sobre el hombro derecho hacia atrás con una sonrisa sensual y los ojos a medio dormir, tu cabello se extendía en parte por la espalda y en parte por la caía frágil hacia tu lado izquierdo. Tus senos párvulos y henchidos rozando la base de madera. Era una delicia que nadie más disfrutaba tanto como yo. Tus nalgas redonditas encaminando al voyerista a la búsqueda frenética de tus labios, que tiernos y sápidos se adivinaban entre los muslos porque, de tus piernas juntas, el único deleite extra era tu pie derecho llevado a las alturas sensuales que logra la pierna doblada; era como si llamaras con él al que desde atrás te observaba. Juntas esas estatuillas no eran más que una simple persuasión sensual y erótica al coito. Todos vieron mis ojos lagrimosos tras mostrarles esa intimidad que nadie más debía conocer, pero que en el afán de explicación, todos, absolutamente todos, destruyeron.

            No hubo más comentarios, los que tomaron fotos pronto te descubrirían en la vida real y provocarían este encuentro. Pero no te preocupes, no habita en mí el afán de conservarlo todo y por ese lado puedes estar tranquila; porque, bajo ninguna situación, se revela quien fuiste realmente para mí y eso es más importante que todo el morbo de la ciudad. Estate en paz, porque al salir de San Pedro y llegar al puente de Ovando, aventé las esculturas al río, seguro que ahí encontrarían el contexto húmedo que necesitaban hacía tiempo. ¡No, Sarai, déjalo así, yo pago!


Pool DunkelBlau, La Femme: Un célebre escultor (inédito)