A ti
Tienes razón, mereces restaurar tu fama y, ahora que lo
pienso, no debí dejar que esto que ahora soy afectara tu vida. Sin embargo tampoco
puedes decir que todo es culpa mía, reparte algo para la gente que participó de
esto, también es culpable. Yo no fui por ahí diciéndoles ¡vengan! ¡el arte
llegó!, quizás en eso debas, por lo menos, disculparme. Pero pídete algo que la
historia es larga, aunque es necesario contarla toda para que así, o me salves,
o me condenes.
Mucho
tiempo después de que lo nuestro terminara, recuerdo haber pasado por
periodos súper infértiles para la escritura. Había días en los que
prefería no ir al trabajo para dejar que algo en mí fluyera hacia el papel. Sé
que suena a cliché, pero recuerda que, siempre que escribía, lo hacía sobre la
hoja clara y dócil, porque me molestaba no ver los tachones sobre mis palabras
fatuas, las flechas dirigiendo los enlaces entre las líneas o los párrafos, los
asteriscos destacando las ideas con potencial, etc. Quizás el malestar era un
pensamiento absurdo sobre la perfección; no ver mis errores significaba no ser
consciente de ellos y por lo tanto, el escribir directo sobre la computadora,
resultaba aberrante para alguien como yo que pretendía llegar a ser un
escritor. Nada, el vacío creador estaba vacío. Miraba las hojas nacaradas sin
rayones siquiera, la pluma muerta sobre la mesita que hacía de escritorio y
pensaba en una lápida de celulosa recostada sobre el cementerio plástico en
espera de un epitafio boligrafiado. Sí, eso pensé, pero no pude escribirlo.
Acepté el
fracaso y volví a mis labores docentes tras un incidente que tuve en el
mercado. Ya habrá tiempo para contarte eso. Fue el 20 de febrero de 2030 cuando
nuestras famas se cruzaron, porque sin saberlo tú ni yo, en ese día comenzaba
nuestra historia como célebres personajes de esta hípster ciudad. Desperté muy
de madrugada, los ojos súper hinchados y difíciles de abrir, entre las sombras
caminé hasta el baño y encendí la luz. Me dispuse a despojarme de ese dolor
estomacal que provocó dos pesadillas seguidas en esa noche. Pujé con los ojos
cerrados y aún medio dormido, el alivio a la indigestión que tensaba mis
músculos abdominales me generaba un quejido hondo y duradero que me hacía
llorar y escurrir la nariz como de tristeza. ¡Vaya que sería tristeza! Sin
saber cómo, regresé a la cama. Horas después desperté con el ruido incesante
del gas, eran las diez, tenía que levantarme y conseguir algo para desayunar
que no fuera tan pesado, pero era tarde para todo, quizás en el camino algo calmara
el hambre mañanera. Corrí a las clases en la Facultad de Lenguas. Sé que ese
día no di todo lo que podía para con mis estudiantes, la resaca muscular
amenazaba con retortijones mi estómago constantemente, sentía que la consistencia
fecal en mis entrañas cambiaba de estado material y me decía hacía dentro: cómo
nunca ocupé esto como ejemplo de los fluidos líquidos y gaseosos cuando trabajé
en la SEP.
De regreso
a casa tuve un retortijón tan fuerte que dudé de mi capacidad adulta para
controlar la salida voluntaria de caca, boté todo sobre los sillones y tomé una
antología de poetas, así de gruesa, mira. Supuse que este nuevo malestar me
haría pasar otros quince minutos en el baño. Cuando abrí la puerta miré el
fondo del escusado y recordé que había olvidado jalar la palanca en la
madrugada. Justo en ese momento hice el descubrimiento. Obviamente, primero no
lo creí, carcajada tras carcajada me hicieron llorar de pura risa recordando
que con los amigos siempre decía: te voy a clonar, me saliste igualito,
copetudo como el presidente. Reí sin parar y ya para entonces el malestar que
traía se me había olvidado. Tenía que contárselo a alguien. Le hablé a René:
ven wey, hay algo importante que quiero que veas. Tras varias negativas, aceptó
llegar por la tarde-noche, mientras tanto clausuré mi baño y procuré no tomar
muchos líquidos.
Cuando
llegó se la pasó mirando las paredes pensando que en ellas se encontraba lo que
debía ver. Por fin, cerca de las diez y después de algunas Weizen, le dije: ¿ya
quieres ver mi “obra” de arte? Fuimos al baño, abrió bien los ojos e
incrédulamente me regresó la mirada: ¡no mames!; Ahí está, wey, tú la estás
viendo; No, wey, no mames, ¿es falsa, no?; No, es mi caca hecha arte, wey; ¡No
mames!... Reímos toda la noche haciendo chistes, recordando todas las veces en
que comparábamos gente con el excremento; resignificando el hecho de decirle a
alguien que es una mierda, dijimos que la coincidencia con el día era mero
producto del azar, aunque ya en su nombre llevaba la penitencia: miércoles; y
así nos la gastamos ese 20 de febrero de 2030 hasta altas horas de la noche.
Meses
después, en una reunión con el Rector, se dijo que debíamos buscar nuevas
formas de promocionar el arte en la universidad aparte de las que ya existían,
y que esta inquietud era consecuencia de su hartazgo sobre tanta cosa expuesta
en los espacios culturales de la universidad y que no se producía hacia dentro
de ella. Agaché la mirada de aburrimiento y de reojo miré una mano levantarse,
la voz dijo: Doc, yo conozco un escultor poblano, si usted me lo permite, puedo
ver si aún sigue trabajando en la universidad. Nuestras miradas se cruzaron y
me guiñó al tiempo que el Doctor le decía: adelante, René… En el
estacionamiento, antes de despedirnos, me pidió que me preparara para
presentarle algo al Doctor, obviamente me extrañó su comentario y sentí una
ligera burla que no supe si enojarme o sonreír: Mira, DunkelBlau – a veces era
muy propio conmigo –, si no fuera yo tu amigo, ni te conociera como hasta
ahora, no adivinaría que lo de la vez pasada te ha obsesionado, ¿o no?, es más,
estoy seguro de que has pensado en cómo hacer otras estatuillas, lo único que
no te adivino es si ya lo hiciste, pero, mira, tómalo como una puerta hacia lo
que buscas como artista, porque yo puedo llegar con el Doc y decirle que no
encontré al escultor pero, en cambio, te he encontrado a ti, ¿ves?... Tenía, de
cierto modo, razón. En primer lugar sí lo había pensado, y en segundo lugar,
aunque suene muy asqueroso, aún conservaba esa estatuilla.
Comimos en
mi casa la tarde del 16 de mayo para celebrarnos, como de costumbre, el día del
maestro; éramos unas quinceañeras que entre bromas, Brandy y demás referíamos
constantemente a la estatuilla. Ebrios decíamos ¡Salud por la gran mierda! ¡Más
miércoles como éste! ¡¿Qué mierda hiciste?! Y las carcajadas estridentes
escapaban por las ventanas como otrora cuando nuestra juventud vital nos
permitía beber sin parar y salir a la calle nocturna, a brindar con los de la
basura o a divertirnos en las pulquerías del mercado Hidalgo; ¡ah! ¡las
amistades que uno hace de borracho! Regresó del baño y preguntó por ella. Por
supuesto la tenía guardada. Había sido difícil (bueno, no, complicado) sacarla
del escusado sin maltratar su fragilidad pastosa. Con guantes y esponja retiré
los líquidos hasta poder meter una espátula plástica que de un solo movimiento
trajo consigo a la estatuilla. Le adecué una base de madera y para que perdiera
la repulsiva vista que tenía en color café, le puse una capa fina de cal, la
cual también le ayudó como desodorante. René la miró sorprendido dentro de un
nicho y me dijo: ¡me cae que estás re toto! ¿has hecho más?; No,
desgraciadamente no han salido más; Cómo que salido; Sí, yo no la hice
realmente, salió solita; Pues, mi amigo Dun, tú que eres un chingón para la
investigación, a ver si te averiguas cómo le hiciste para que saliera.
Hasta aquí
las mentes sanas abandonarían. Pensar en algo semejante, como el descubrir cómo
un ano puede modelar figurillas de caca con la impresión de la voluntad humana,
sobrepasa los límites del chiste vulgar, insano y repugnante. Incluso podría
pensar ahora que, ni a los positivistas les hubiera gustado conocer las causas
últimas de este fenómeno. Sin embargo, creo que por seguirle el juego a mi
amigo, realicé alguna serie de experimentos con mis alimentos y bebidas. Lo que
sí descubrí, y sin que se relacionara directamente con las estatuillas, fue que
las dietas pueden seguirse; comí vegetales, carnes, pastas, garnachas, tacos, y
bebí cuanto líquido me encontré en casa: agua, refresco, huachicol, tiburón,
pulque, café, etc. Todo infructífero, porque lo que nunca supe, incluso hasta
ahora, fue cómo hacer que mi voluntad moldeara una u otra estatuilla. Sin
embargo, por esos días de ociosidad, recuerdo haber escrito unas líneas a
propósito de mis experimentos: Polvo de serpiente arrastrando sus esporas en el cuerpo inútil de mi flora; sin salida mas con sangre, atrapada en el laberinto inmóvil del duodeno, como magia desgastada por los malos hechizos del pinaverio. Pesadilla a urdir en los rincones dejame morir como mueren los salvajes de mi carne, quiero pelearte frente a frente con la espada de subacetato de aluminio y ganarte la batalla con las semillas de hidrocortisona.
El sábado
ocho de junio descubrí sensaciones extrañas que me avisaban de otra creación. No
sé bien cómo explicarlo, hubo movimientos abdominales que tensaban y distendían
mi estómago, también pausas determinadas durante la excreción que fueron
acompañadas de quejidos a boca cerrada y sobretodo hubo la sensación de un
flujo lento y materialmente consistente que caía; pero más extraña te parecerá
mi reacción, porque era imposible no disfrutar del momento en que nos
despojamos de lo inútil del cuerpo, dejar que las lágrimas nazcan y agüen la
mirada clavada en los azulejos… Pop. Salió de mí, efectivamente, mi clon
miniaturizado.
Serios ante
el Rector, mostramos mis eses caleadas en un nicho de cristal que les daba un
toque de fragilidad artística inigualable. Admirado por el detalle de los
rostros, el cabello y las ropas, dijo no haber visto nada tan interesante como
hasta ese día. Me ofrecieron exponer en una galería del centro de la ciudad y
para entonces tenía unas veinte estatuillas de las que, te lo juro, no sé ni
por qué salían de mí. Entre becarios y personal de la universidad montamos las
esculturas de tal modo que permitían observar los detalles que tanto habían
gustado al Rector. En los primeros días la afluencia fue poca, sobre todo
porque omití dar noticias de esto a los amigos artistas, no quería que supieran
nada de mi falsa incursión en la escultura; sin embargo, la noticia corrió por
aquí y por allá y de pronto me vi envuelto por personas que ni conocía y que
buscaban conversar cuestiones de arte. ¡Qué aburridos! De pronto uno ve a la
gente caminando por entre la exposición hablando de lo que observan y de lo que
no, de lo que imaginan, de lo que creen, de lo que suponen que es el arte.
Sobre todo aquellos que buscan explicarlo todo, ridículos con lentes de pasta y
amigos de todo lo bueno, veganos, animalistas, ecologistas, creyentes de la
democracia y de la justicia, ¡qué fastidio! Intelectualoides que en sus palabras
adoran la intimidad de Cleopatra. Ante tal fenómeno, la repugnancia de mis
esculturas fecales era mínima.
Esa
exposición duró dos meses y mi fama creció lentamente igual de repugnante como
mis eses. Entrevistas, conferencias, aplausos, críticas…; yo no buscaba eso. En
septiembre, una voz al teléfono me ofreció comprarme las esculturas – lo
siento, no están a la venta –, pero insistió y le dije que marcara más tarde.
De verdad quedé sorprendido de que alguien quisiera comprarme mi caca, aunque
reparé en el hecho de que nadie, excepto René, sabía que esas no eran
esculturas normales; así que pensé en la cantidad más exorbitante que pudiera
imaginar a fin de quitarle los ánimos al comprador. Pediría medio millón de
dólares por la estatuilla que quisiera. ¿Adivinas lo que pasó? Sí, me compró mi
caca por medio millón, sin regatear; y yo le envié por paquetería hasta
Guadalajara la escultura del Papa tropezando en una escalinata. No sé si esta
persona pasó mis datos y el precio, pero a la semana comenzaron a llamar otras
personas con intenciones de compra. Siempre me negaba y siempre terminaba
aceptando. Vendí por diversos precios las esculturas fecales y hasta la fecha
no sé a dónde habrán ido a parar todas. Sólo conservé las dos primeras.
Un viernes
antes de tu aniversario recibí una llamada en la que me pedían presentarme en
el juzgado acusado de estafa. No entendía de qué se trataba, pregunté: segura
que no se equivocó de número; No, señor, es urgente. Al llegar a la sala de los
juicios orales, dos personas estaban frente al juez y el policía. Uno de ellos
era un tipo obeso, moreno, avejentado, con un lunar grande en la frente y una
sonrisa grotesca tipo Diego Rivera; me acusaba de estafarlo al venderle una
escultura de material dudoso que no resistió el paso de un trapo con el que
buscó limpiar un enmohecimiento sobre la misma. Mi defensa fue simple al
principio, al aclarar que por eso las esculturas se entregaban dentro de un
nicho y que posiblemente la humedad se debía al lugar en donde se colocó. Le
dije al juez que el trabajo era una cosa fina, pero que no requería de cuidados
especiales más allá de permanecer dentro de su cajita de cristal. Entre dimes y
diretes hablamos por cerca de una hora hasta que al abogado se le ocurrió traer
la escultura. El juez la revisó y resaltó un olor extraño, preguntó si era yeso
o algún tipo de cemento blanco: No, señor juez, pero es un material frágil;
Puede decirnos qué es; – Con tono semi-serio, dije – claro que no, no puedo
revelar los materiales con que mi escultura ha tomado forma ¡es antiartístico!,
antes prefiero devolver lo que el señor ha pagado por ella. El desgraciado
pidió el doble de lo que pagó, obvio me negué argumentando que todas las
compras se hicieron por teléfono y yo no podía estar seguro de que él fuera el
comprador. Quizá hubiera sido mejor aceptar, pero ya lo había dicho. Así que al
juez se le ocurrió decir que pagara la mitad de lo solicitado con la condición
de revelar el material con que habían sido hechas las estatuillas, además así,
ante la ley quedaba claro el tiempo de vida de esas esculturas. Era aceptable y
de cierto modo me convenía, dieciocho esculturas de lo más representativo del
mundo: Hitler, Gandhi, el Papa, Cristo, la Virgen, los Beattles, Virgilio
Piñera, Borges, la caída de las Torres Gemelas (esa fue difícil), entre otras
tantas, vendidas en varios miles de pesos. Era más que lógico pensar que todos
aquellos quisieran demandarme al saber que su escultura acabaría derruida por
el moho. Dudé, pero terminé aceptando sólo si el juez era el único en saber la
verdad del material. ¡Pinche juez! Él había comprado la de Benito Juárez
sosteniendo la bandera nacional donde los detalles del escudo simulaban los
bordados en hilos de oro. ¡Pinche juez!
Aunque ese
chiste me salió caro porque le tuve que dar tres veces el valor de compra y así
evitarme más líos. El muy canalla fue con el chisme a los medios, quienes
comenzaron a revelar en los periódicos que muy posiblemente la gente tenía,
como centros de mesa, un “fino mojón”. La crítica se dividió en dos, como
siempre, por un lado los puristas del arte que dijeron cuanta cosa se les
ocurrió, apelando a la historiografía del arte, a lo sublime del espíritu, a
decir que les tomaba el pelo; en fin, a cuanta tontería se les ocurrió para
justificar que mi escultura fecal era una mierda de arte. ¡Pues claro que era
una mierda! ¿Por qué les molestaba? Y por otro lado los que me defendieron
argumentando que ya Duchamp había hecho algo similar, pero menos arriesgado,
con el urinario de Nueva York, que yo tenía una propuesta revolucionaria, la
cual nos obligaba a repensar la plasticidad y materialidad de la escultura, a relecturas
sobre lo que las vanguardias históricas buscaron con destruir la institución
del arte, así como replantear los medios e instrumentos con los que se
construyen discursos artísticos… Incluso hubo por ahí algunos sociólogos aventurados
que vieron en mi “obra” el efecto del mundo post-postmoderno, que era el hastío
de la cotidianidad y no sé cuánto más inventaron. Días enteros se iban en discusiones
absurdas sobre mis eses, no había exposición, presentación de libro, concierto
o recital, en donde no se hablara de mí arte excremental. Mis amigos y yo nos
limitábamos a reír, qué más nos quedaba. No obstante, ante toda esta tensión,
se avecinaba el final como un torbellino de inodoro.
Estaba
harto de todo, de los pros, los contras, los neutros… en suma estaba harto de
la ciudad. Me dediqué a escribir nuevamente, a terminar los relatos de Ixitlán
y a acabar los Versos Insanos. También retomé mis prácticas con la guitarra y
hasta hice un pequeño bolero que en la voz de Pedro Infante seguro hubiera sido
un éxito rotundo, es una pena que el tiempo nos separe por casi cien años. De
las acuarelas mejor ni hablamos, aunque mi padre fue y es un gran pintor, a mí siempre
se me escurría el color; nunca logré los efectos que él pudo como cuando pintó
a la Iglesia de Analco allá por 1993. Ante mi paulatina desaparición de la
escena artística, la gente me pedía explicar cómo las hacía, porque los detractores
dijeron que todo era una sintomática de mi no desarrollo artístico, de no
superar la etapa fecal y que por eso, mi supuesto arte, era un mero juego
infantil. La tarde del sábado 22 de febrero, recordando que hacía poco más de
un año que no te veía, abrí el armario y miré fijamente a la primera escultura que
había salido de mí para llevarla a una plática donde explicaría todo. Al llegar
ahí, desafortunadamente estaban varias de las personas que, o se sentían
timadas, o apreciaban mis diminutas esculturas. El nervio me invadía, se hizo
un gran silencio mientras caminaba por un improvisado pasillo central en la
cancha de San Pedro. Tomé mi lugar, nadie osó sentarse conmigo; solo, como de
costumbre en mi vida, repasé con la mirada al público y entonces no tuve más
remedio que decir lo primero que se me ocurrió:
Qué demonios es el arte en nuestros días. Bajo qué parámetros agrupamos
o disociamos arte. Quién tiene el poder en su palabra para decir con autoridad
si algo es un producto del arte. Desde mi punto de vista es nuestro ego lo que
determina aquello que llamamos arte, y no necesité hacer estudios profundos
sobre el tema para llegar a esa conclusión; porque al final de cuentas podemos
distinguir entre dos intenciones artísticas causadas en el ego. La primera y
más trivial es la que, olvidándose de toda filosofía, crea a partir de los
elementos culturalmente asociados a las disciplinas artísticas, caso infame
dentro de las letras porque genera un tipo de poesía y prosa intelectualizada
que apela constantemente a las citas de autoridad del pasado glorioso;
literatura actual por demás vacua ininteligible e insensible, sin fondo, varada
en la mera apariencia de la fama literaria de otros; como para demostrar que
aquellos que la escriben son lectores de textos considerados literatura. La
segunda, sin reparar tanto en los recursos, explora las contradicciones
humanas, sus aporías, pero fracasará en su concreción plástica, porque no podrá
nunca transmitir aquello que ha encontrado en sus reflexiones, y porque en su
quehacer no busca ser en sí un producto del arte, sino ser apreciado como arte
por su pretensión de colocar en este mundo el resultado de la reflexión, el
resultado de la vivencia, en suma la vida <per se>. Los grandes artistas
no nos muestran que saben de arte, simplemente muestran un objeto imperfecto
apenas comparable con la idea en su interior.
Qué ego tenemos en nosotros
para señalar al arte, a las pretensiones o intensiones del artista. Este mundo
cercano a su fin ha creado una serie de homúnculos sapientes que han elevado la
crítica pero no el genio de la inventiva, de la creación. Homúnculos cobardes
persiguiendo la fama, ocultos tras las virtualidades del internet,
despotricando contra todo aquello que ellos mismos no han podido crear, mucho
menos entender. ¿Acaso ustedes creen que el artista hace lo que hace porque su
interés original es lo bello, lo estético? Por supuesto que no, el verdadero
artista no busca lo bello, busca una actividad que le alivie sus
esquizofrenias, sus frustraciones, no está buscando hacer arte. Eso lo buscan
los fantoches, los intelectualiodes que creen saber de arte y de lo único que
saben es de la parte instrumental; saben de límites del canon, pero no saben
nada de la libertad. Para muestra un botón…
Me levanté
y mostré la estatuilla que me representaba. Era yo en una pose bastante extraña
para los más. Hincado de rodillas y con las piernas abiertas, el pene erecto y
los brazos extendidos hacia abajo, con las manos como si agarraran algo que
colmara el ancho de la palma. La mirada estaba fija en una inclinación angular,
como si delante de ella algo o alguien fuera sujeto de un deseo erótico. Los
valientes se acercaron para apreciar los detalles de ese cuerpo antiestético y
de esa mirada libidinosa que en ella habitaba. La mayoría de las mujeres se
sintieron incómodas, otros hicieron chistes típicos de pendejos: el pito es el
único de tamaño natural… Cuando todos los curiosos vieron satisfecho su morbo
con mi representación escultórica, mostré a la primera estatuilla, la única que
no había sido destruida por el paso del tiempo y que era tu viva imagen ¡Cómo
no conservarla! Bocabajo, con el cuerpo dulce y frágil, con tus brazos
recargados sobre los codos levantabas la mitad superior del cuerpo y tu rostro
miraba por sobre el hombro derecho hacia atrás con una sonrisa sensual y los
ojos a medio dormir, tu cabello se extendía en parte por la espalda y en parte
por la caía frágil hacia tu lado izquierdo. Tus senos párvulos y henchidos
rozando la base de madera. Era una delicia que nadie más disfrutaba tanto como
yo. Tus nalgas redonditas encaminando al voyerista a la búsqueda frenética de
tus labios, que tiernos y sápidos se adivinaban entre los muslos porque, de tus
piernas juntas, el único deleite extra era tu pie derecho llevado a las alturas
sensuales que logra la pierna doblada; era como si llamaras con él al que desde
atrás te observaba. Juntas esas estatuillas no eran más que una simple
persuasión sensual y erótica al coito. Todos vieron mis ojos lagrimosos tras
mostrarles esa intimidad que nadie más debía conocer, pero que en el afán de
explicación, todos, absolutamente todos, destruyeron.
No hubo más
comentarios, los que tomaron fotos pronto te descubrirían en la vida real y
provocarían este encuentro. Pero no te preocupes, no habita en mí el afán de
conservarlo todo y por ese lado puedes estar tranquila; porque, bajo ninguna
situación, se revela quien fuiste realmente para mí y eso es más importante que
todo el morbo de la ciudad. Estate en paz, porque al salir de San Pedro y llegar
al puente de Ovando, aventé las esculturas al río, seguro que ahí encontrarían
el contexto húmedo que necesitaban hacía tiempo. ¡No, Sarai, déjalo así, yo
pago!
Pool DunkelBlau, La Femme: Un célebre escultor (inédito)
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