No era mala, era que simplemente no
congeniábamos. A todas nos chocaba su actitud altanera y su pose de sabelotodo.
Fanfarrona, decíamos entre nosotras. Y no miento al decir que, de todas las
chicas que estábamos en la sala, ella era la única que todo el tiempo andaba
detrás de la profa. Que se levantaba para ir a su oficina, ahí iba ésta como
pedo detrás de ella; que mañana se presenta tal cosa en el archivo de la
ciudad, ahí la veíamos en primera fila, saludando a los que acompañaban a la
dra. ¡Pues ésta! ¿quién se creía? ¿Su pupila? Ya estábamos en otro momento en
esta ciudad como para que ella siguiera creyendo que, haciendo esas migas, una
podría colarse a la Universidad. No, mi reina, así ya no funciona la cosa. Quizá
era que tenía aún una vaga esperanza en el malinchismo y pensaba que, por ser
extranjera, la iban a tener en consideración especial. Sabrá dios. La cosa es
que no era mala en sí, sino que todo el tiempo se vanagloriaba del aplauso que
recibía. Igual y, pensándolo ahora, ese aplauso fácil no era otra cosa, sino el
querer que ya se callara y nos dejara a todas hacer nuestro trabajo.
A
veces, mientras se aventaba sus choros mareadores en la clase y tomaba las
poses de las profas para sentirse súper docta y toda la cosa, yo la miraba
detenidamente y pensaba: qué chingados haces aquí. La pregunta era doble, la
primera vez dirigida a ella, la segunda, cuando comenzaban los cebollazos en la
sala, hacía mí: qué chingados hago aquí. Luego de mirarla varias veces, era
fácil detectar cuando las preguntas no le caían bien, o cuando se veía rebasada
sin la capacidad de responder. Cierto, algunas amigas ya sólo la querían ver
nerviosa, porque ninguna de nosotras tenía el valor suficiente para decirle
frente a frente: ya bájale, we.
- ¿Por qué pones “cuervo”?
- Porque eso significa.
- Aquí no existen los cuervos.
- Y tampoco está hablando de
cuervos ese texto, eh.
- Pero cuervo es una palabra más
general.
- ¿Para quién o qué? ¿Para el norte
global?
- Si sabes que en México no hay
cuervos, ¿verdad?
- Y ¿eso de ahí qué es, entonces?
Fue un día tan
gracioso para nosotras. Aquella vez toda la sala se convirtió en nueve risas estridentes
más la de la dra., que no pudo contenerse y luego se disculpó con ella, al
verla amarrada de la cara. En mis adentros disfruté como ninguna el que se
equivocara, aunque en sí era una cosa de nada, una bobería que, sin ponernos de
acuerdo, hicimos grande, al tamaño de su soberbia.
- Se llama zanate…
Quizá también debiéramos
agradecerle un poco por lo de ese día, no sé; porque sin querer nos obligó a
ser estrictas con las revisiones. Una por otra, diría yo. No hubo ocasión en
que no le dijéramos algo de sus traducciones en tonos burlones: Ya no más falta
que pongas jaguar, en lugar de ocelote. Nos aprovechábamos de su idea absurda
de estandarización y de lengua culta, de la que tanto alardeaba y le gustaba
decir que era experta y no sé qué más. Recuerdo que decíamos entre nosotras:
¡estándar la estupidez! La verdad no sentíamos para nada que hubiésemos tocado
el límite con todo lo que le decíamos en la sala. Ni siquiera teníamos empacho
para decirlo delante de la Dra., ella también abonada al caso, pero, claro,
siempre desde una postura más mesurada y menos directa. Y tal vez realmente no
habíamos tocado el límite, porque no parecía entender que su actitud fanfarrona
nos hacía insistir más y más, y siempre lo pensamos así: nos quedamos lejos de darle
una buena lección de humildad.
Un
día la encontré en el metro. No quise saludarla. La vi caminar con prisa hacia
la puerta y obviamente pensé que me había visto, que por eso quería cambiarse
de vagón. Todo bien, a mí qué. Para mi sorpresa venía de regreso, miraba hacia
la estación como buscando muy preocupada a alguien. Derecha, izquierda; nada.
Sus ojos se cerraban como para ajustarse a la luz de fuera, pero era obvio que
no conseguía encontrar aquello que buscaba con insistencia. Era tanto su ímpetu,
que ni siquiera reparó en mí cuando se puso mero enfrente, casi pisándome los
pies. Agaché la cabeza para no tener que saludarla y mantener una charla
incómoda hasta la universidad. Luego de varios intentos por querer mirarle por
entre mis cejas, me decidí a levantar la cabeza y, ni modo, mirarla de frente. Para
mi sorpresa nada ocurrió así. Se veía tan absorta que seguía buscando aun
dentro del metro; repasaba los rostros de las personas, sus cuerpos, sus
atavíos. Sus ojos no se limitaban sólo a ese vagón, un bosque de personas le
interrumpían el horizonte y se movía estirando el cuello para ver más allá de
donde estábamos. ¿Qué tanto buscará? ¿A quién? mejor dicho. Bajó del metro sin
mirarme. Aquella vez no pensé que fuera por su soberbia. Simplemente no estaba
en sí, o quizás la estaba conociendo en su punto más franco, el de las
afecciones. No sé. Se bajó, pero ni siquiera habíamos llegado a la universidad.
Los
días pasaron con una calma inigualable. No verla en la clase nos había hecho
concentrarnos mejor en los trabajos de cada una de nosotras. Hasta la Dra. se
veía más aliviada de no tener que estar aventando flores a la menor
provocación. Sin embargo, esos días pasaron tanto, que de pronto se hicieron
dos semanas sin verla. Ahí las burlas se tornaron preocupación. No en todas;
obviamente. Porque una cosa es que nos cayera mal en la clase, y otra era
desearle cosas malas, sobre todo porque no estaba en su país. Imagínense que le
pasara algo, sería un golpe terrible para la familia, salir persiguiendo sueños
y devolverse en un vuelo larguísimo de quince horas con el sueño perdido en la
noche eterna. No alcanzaría ninguna palabra para el consuelo. ¡Ay! Si me pasara
a mí, que digan que estoy dormida y me traigan aquí… No, seguramente no era
nada serio, quizás solamente le había caído el veinte y había comenzado su
proceso de reflexión profunda para después regresar a las clases siendo otra,
una más humilde, una más sincera y, dios quiera, una menos altanera.
En
otra ocasión la volví a encontrar, pero ahora en la estación. Deambulada como
aquella primera vez en que la vi, de aquí para allá, sin rumbo fijo, buscando
algo en el rostro de las personas que la miraban como si estuviera loca. En
cierto sentido me compadecí de ella. Llegué a pensar que efectivamente se
estaba volviendo loca, que quizás la distancia de su familia o la soledad le
estaban pasando la factura. No descendí, sólo dejé que se perdiera de mi vista
hasta que sus chinos se convirtieron en un garabato en la estación. Cada quien que
se rasque con sus propias uñas.
- Oigan, y ¿qué saben de su
compañera la china?
- ¡Ora! ¿Es china? Ni parece.
- Por el cabello.
- ¿Qué saben?
- No, pues nada; si nadie le habla,
ni el saludo responde.
Callé. No sería
yo quien revelara su situación tan indignante. Porque era indignante perderse
en la locura, más cuando estás a punto de convertirte en doctora, y cuanto más
si no eres de aquí. Callé; dejé que las voces de mis compañeras y de la doctora
hicieran un eco vacío en la sala.
De regreso a
casa, culpable de no haber dicho nada, bajé en Nativitas para buscarla. Quizá
se la pasaba en la estación dando vueltas y vueltas. Además, sus chinos eran
inconfundibles, parecía Amanda Miguel y de esos no hay aquí en la ciudad.
Seguro alguien la habría visto y me podría decir hacia dónde caminó o hacía qué
rumbo habría tomado. No tardé mucho en reconocerla, caminaba rápido y la seguí.
Parecía un fantasma flotando, pues me fue muy difícil seguirle el paso, pero
ahí iba, detrás de ella queriendo alcanzarla. No quería gritarle, qué tal que
la espantaba y corría; ahí sí la perdería. Lo que sí quise fue rendirme;
convencerme de que mejor mañana la buscaba, pero ya estaba ahí, qué tanto era
tantito. La seguí hasta una calle muy tranquila donde se metió en una casa de
dos plantas. Llamé a la puerta. Salió una señora ya grande. ¿Será su mamá? No
se parece.
- Aquí vive una chica de cabello
chinito, así, todo esponjado.
- ¿La fuereña? Sí, allá arriba es
su cuarto. Pero ella ya sabe que en la tarde ya no se reciben visitas.
- Soy su compañera. Sólo le traigo
un trabajo.
- Ta bueno, pues, pásate.
Subí. Al espiar
me miró sorprendida, seguramente sospechando el motivo de mi presencia. Medio
abrió la puerta y se quedó esperando mi palabra. Típico de ella. Luego de un
rato entendió que debía invitarme a pasar, por mera cortesía. ¿Tan
malacostumbrada estaba? Su cuarto se veía muy bien ordenadito; el desmadre era
su escritorio. Tenía papeles por todos lados, libretas, notitas y en su
computadora una galería de fotos que me pareció interesante. Me senté en la
cama; nada mal para ser una pensión. Conversamos; le mentí al decirle que todas
preguntábamos por ella, aunque dije la verdad al comentarle que me tenía
preocupada, no por sus inasistencias, sino porque creí que se estaba volviendo
loca. Su rostro hizo un gesto inconfundible de incredulidad que de inmediato
cambió cuando le referí la historia del metro. Absorta, tomó asiento frente a
su escritorio. En ella aun podía notarse la duda de si debía contarme o no. Tomó
aire. Me miró y entonces externó su caso.
La
vez del metro me pareció ver a alguien conocido, pero no conocido de azares o
fortunas simples y cotidianas, sino verdaderamente a alguien que conocía muy
bien. Quizá lo imaginé, quizá verdaderamente estuvo ahí compartiendo el vagón
conmigo, sin querer dirigirme la palabra. No lo culpo. La sensación que
aquello le dejó a mi cuerpo fue de abandono, no uno de esos que pasan rápido y
se esfuman luego, sino uno pesado, como si de mí se escapara el alma y yo me
convirtiera en un simple y llano pote vacío de mí. Tenía su nombre en la
punta de la lengua, pero no podía recordarlo. Caminé hacia él para topármelo de
frente, pero se había ido. Luego, pensando en que todo había sido una
imaginería mía, lo busqué por los vagones sin éxito. Sí lo recuerdo. Al
llegar a casa quise no darle tanta importancia, pero mira en qué se ha
convertido ese fantasma. ¿No recuerda su nombre? Interesante. Llevo
todos estos días buscándolo. Estoy segura que lo conozco, aunque no sé por qué
su nombre se me ha olvidado. Sin embargo, sé que está ahí, entre todas esas
palabras que guardan los cuadernos, los apuntes. Estoy segura que es una de
todas esas. Míralas, ¿alguna te suena diferente, alguna te parece nombre?
Estaba loca, era eso o su pedantería era tal, que la muy mamona fingía olvidar
a alguien que a todas luces conocía. …che vieja mamona. Sin embargo, en sus
ojos unas lágrimas se asomaban. Jamás la había visto tan vulnerable. Me
compadecí de ella, del dolor que sentía y me comprometí a ayudarla.
La
cosa no estuvo fácil, porque no era que recordara a alguien físicamente, sino
que, a partir de lo físico que miraba en el mundo, lo que venía a su mente eran
palabras, sólo palabras, como si el recuerdo evocara la presencia de ese
fantasma no precisamente en cuerpos, sino en materia verbal que la hacían
figurarlo delante de ella. Y a pesar de ello, el recuerdo nunca venía con el
nombre del fantasma. Así que fue difícil ayudarla. Me refirió muchas veces la
historia del metro, pretendiendo que yo detectara en los detalles las palabras
exactas que le evocaban el recuerdo de ese fantasma sin nombre. Tú puedes,
eres la única de la clase que es buena. Lo tomé como un cumplido, es decir,
como una mentira piadosa. Revisábamos las fotos; yo decía: ¿es ese?; ella
respondía que no; y seguíamos una a una comentando cualquier cosa que el
recuerdo le trajera. De pronto, en uno de sus cuadernos vi algo que no habíamos
notado antes. Era una cosa de nada, una letra pequeñita de un trazo muy delgado
que seguramente había sido hecha con punto fino. No es mi letra, tampoco
recuerdo de quién es. Ahí estaba la clave. La encontramos en varios
cuadernos, la mayoría no decía nada relevante, apenas comentarios a sus
múltiples trabajos acompañados de un: para que no se me olvide decirte… Jamás
en nuestras vidas habíamos hecho tal arqueología, y cuando ya dábamos por
terminada la búsqueda, apareció otra cosa importante. Fue en uno de sus
cuadernos que ella encontró “chimimó”. ¿Chimimó? Qué significaba esa palabra.
Ninguna de las dos la identificó, ni en español ni en su lengua. El tiempo se
nos había acabado. La señora vino a interrumpirnos con su imprudencia de
viejita arrendataria, que quiere seguir las reglas al pie de la letra. Me despedí
y prometí volver.
Su asunto no dejaba de provocarme
ciertos recelos; algo no me acababa de convencer. Quizá no debía ayudarla,
quizá debía dejar que se topara con pared y tuviera mínimamente una gota de su
propio chocolate y notara que no podía saberlo todo. Sin embargo, yo no podía
ser como ella, porque no es que fuera mala, sólo era una niña mimada que
creció, seguramente, creyendo que todo lo que hacía, lo hacía perfecto. Quizá
nunca le dijeron que estaba equivocada. De ahí su soberbia. No, yo de plano no
podía; es más, ni quería. Además, era cierto que me intrigaba bastante su caso.
No reconocer o recordar algo que definitivamente conocía muy bien, eso sí era
muy interesante. Que le sucediera a ella, meramente circunstancial, sobre todo
porque pensé: qué ganas de querer llamar la atención, de llegar al borde de las
lágrimas; era demasiado, ¿hasta dónde era capaz, con tal de seguir queriendo
ser el centro de atención? Y lo estaba consiguiendo.
En la escuela
era más que seguro que ya no podría destacarse. Las compañeras tenían un método
infalible para dejarla tocada y nerviosa con todos los comentarios que le
hacían. La dra., siempre que podía, paraba su intervención y daba turnos
equitativos para hablar. En cierto sentido, las dinámicas de la sala la
castigaban lentamente y la orillaban al silencio, a la prudencia de la palabra,
pero sobre todo a comprender que en México estábamos hartas de las poses de esa
gente que se siente tocada por dios sólo por ser académicas. Hacía tiempo que
ya nadie se decía experto de equis o de ye cosa, aunque a ella esa información
le había llegado tarde.
Volví
a su casa un sábado en el que no tenía nada que hacer. Quería distraerme, saber
si tenía otro indicio o bien simplemente ver hasta dónde era capaz de llevar su
teatrito. Una ambulancia estaba en su casa. La vieja, pensé. Al llegar fue
precisamente ésta la que me dijo: creo que se puso mala tu amiga, sube a ver.
Los paramédicos la tenían sentada frente al escritorio. Me limité a mirar sin
preguntar nada; ya habría tiempo para hacerlo a solas. Luego, uno de ellos se
percató de mí y me llevó a fuera para darme una noticia absurda: no puede
hablar. ¡Cómo que no puede hablar! ¡Pues qué chingados pasó! Y ahora ¿cómo
sabríamos el nombre del fantasma aquél? Seguro era una vacilada más. Total, si
no quería contarme, mejor me hubiera dicho, pero, hacer tanto drama, no era de
dios.
A
solas, dudando de que verdaderamente no hablara le pregunté qué pasó. Quiso
explicarme con un chorrito de voz y yo la miré con cara de: ¡no mames! Así que
me limité a darle una hoja y pedirle que escribiera. Si éramos estudiantes, que
se notara. Escribió que había encontrado algo la noche anterior cuando
platicaba con su madre, que fue ella la que en la mañana le envió unas fotos y
que entonces recordó a la persona, pero no así su nombre. Y que luego de ello
fue que sintió en la garganta una resequedad inmensa al punto de pensar que
caería ahogada en su silencio. Afortunadamente, la viejita subió para
entregarle algo y ahí fue que la descubrió tomándose del cuello para
rápidamente llamar a la ambulancia. Benditas viejitas que siempre están en el
momento oportuno.
Revisé su
celular, eran algunas fotos de cartas con la letra aquella y el “chimimó” al
margen de las hojas. Con la cabeza le hice una seña para que me explicara qué
onda con eso y escribió para mí: chimimó = sí, mi amor. En mis ojos la sorpresa era inocultable. La
miré y sólo con el rostro entendió mi pregunta. Así era, se trataba de alguien
a quien había amado. Bueno, ni tan así. Porque mirándola bien con esos ojos
preocupados, seguro no fue ella quien le amó, sino él, el “chimimó”. Sabrá
dios. Luego apareció la que digo yo es la causante de todo este embrollo, que
más bien parece un conjuro del más remoto pasado viniendo a cobrarle la factura
hoy; ahora justamente. Era una carta larga que decía esto:
Dibujé tu nombre en el cuaderno. Fue para no olvidarte, para recordar que te quiero. Las hojas no habrán entendido por qué tantas veces las mismas figuras, repitiéndose constantes una y otra vez, armónicas, como aprendí otrora en la escuela. Esta vez no sería por un castigo, era un deseo profundo por volver a verte. Pensé en que, todas las veces que en el futuro leyera el cuaderno, aparecerías ante mí como si en el trazo hubiese conjurado tu imagen, como si los sonidos, convocados en líneas rectas y curvas, llamaran a su vez tu rostro para venir desde tu lejanía a sonreírme otra vez, una vez más. Lo escribí hasta que la distancia se hizo sueño y me quedé dormido. ¿Sabes a qué distancia estás de mi sueño? A 3007 veces tu nombre escrito sin prisa. Con mucha nostalgia, pero sin prisa. Lo escribí porque recordé nuestra plática, porque no quiero que el tiempo y la distancia se consuman tu nombre hasta hacerlo un rumor, hasta hacerlo otro; uno vacío de sí. Porque sería una cruel ironía que tu nombre: Eco, se convirtiera verdaderamente en un eco murmurado en las añoranzas de nuestro pasado. Sé que parece una exageración, pero qué carta existiría ahora si no lo hubiese hecho, qué leerías de mí en este momento. Sería yo quien se hubiese convertido en un murmuro silente del que poco en poco te estarías olvidando. Y para mí tu olvido sería la muerte positiva, porque sé que sólo existo cuando tú me imaginas, cuando tú me piensas; y que tú en mí existes toda vez que te nombro: Eco.
Tal vez era un
conjuro, no estaba tan cierta de ello. Sin embargo, la carta me hacía pensar
que así lo era, que la perdida de la voz no era más que un síntoma de que él,
el “chimimó”, la había olvidado. La miré de nuevo.
- Ajá, pero y ¿quién es?
- …
- ¡Cómo no vas a saber! ¡No manches!
- …
- ¿Ni dónde vive?
- …
- ¡uta! Pues vamos a tener… ¿qué es
eso?
- …
- ¡Sí, eso! A ver,
pásamelo.
En su libreta
estaba el dibujo inconfundible de una catedral. Lo miré detenidamente. Le pedí
chance para sentarme y buscar en su computadora alguna que se le pareciera.
Pensé: seguro es en México, tiene toda la pinta. Luego otro pensamiento me hizo
sentir tan tonta: son treinta y dos estados. Me tocó el hombro y señaló el
cuaderno: “chimimó”. ¿Qué? ¿Qué quería decir? Señalaba el dibujo y la palabra,
y en la hoja que le di puso: combinan. Entendí que la relación generaba
sentido, como si en su memoria un recuerdo se recuperara. ¿“Chimimó”? y
entonces grité: ¡Puebla! Y ella tronó los dedos para luego apuntar hacia mí.
Teclee. Era Puebla. Claro, ¿quién puede ser más cursi y absurdo que los
poblanos como para decir esa niñería de “chimimó”? Al regresar la mirada la vi
sacando una maleta pequeña y me dije: ésta sí que está lurias. Cuando notó mi
extrañamiento, con la cabeza me preguntó si iría con ella. Claro. La locura se
pega y ahora era yo quien quería saber sobre el fantasma.
Puebla siempre me había parecido
aburrida y provinciana, aunque no era nada más que un cliché absurdo de defeña.
Llegamos: y ahora ¿pa dónde? La vi pensar para luego hacerme una seña y
seguirla. La verdad es que pensé que nada más se estaba haciendo la
desentendida, porque comenzó a caminar como conociendo muy bien los rumbos, las
calles, todo. Subimos, bajamos aquí y allá, tomamos un bus y luego otros. A
veces parecía que ya habíamos pasado por el mismo lugar dos veces. La detuve y
le pedí que me escribiera para explicarme la navegación tan a la deriva que
llevábamos. Sólo escribió: memoria. Así que seguimos a su memoria por los
caminos que no recordaba del todo y que poco a poco le iban devolviendo el
recuerdo del fantasma. Cada calle atravesada, cada parque recorrido,
reconstruían en ella el rastro de las palabras de ese pasado que había
olvidado, sabrá dios por qué. Y, en cada paso que daba, la notaba más triste,
más melancólica, más silenciosa.
Llegamos
a un barrio súper feo. En cualquier momento nos asaltan, pensé. Y de pronto, se
detuvo frente a un portón blanco que tenía un moño negro colgado. Enmudecí
también. Me miró con lágrimas en los ojos moviendo la cabeza para negar que
fuera cierto lo que ambas pensábamos. Fui yo quien llamó a la puerta. Una mujer
nos abrió y la reconoció: ¡Eco! Y la abrazó para llorar un llanto bajito que
parecía no acabar nunca. Adentro un ataúd resguardaba al fantasma. Cuando
entramos, todo se volvió un silencio profundo. Las miradas se posaron sobre
ella, que caminó despacio hasta encontrarse por última vez con él. Lo miró a
través del vidrio, era un laguito fingido que, al mirarle a él, le devolvía a
ella su propia imagen a la vez. Ahí estaba Narciso, muerto, en silencio total,
sin poder pronunciar el nombre de Eco nunca jamás. Y ahí estaba ella, que se
había olvidado de él, condenándolo a una inexistencia más cruel que la propia
muerte. Condenándose a sí misma al silencio.
¿Lo había amado?
Estoy segura que sí. La miraba desecha en llanto mudo, acercándose a él y
estirando los brazos como esperando que le devolviera el gesto, aunque era un
engaño sutil del deseo, porque lo único que miraba era su propio reflejo
sobrepuesto al rostro de Narciso. Lo muerto, muerto está. Y ahí estaba Eco, muriéndose
y llorándole a un muerto que no quiso recodar. Nadie llora por nada y menos con
la fuerza con que ella se deshacía en lágrimas ese día. Jamás en toda mi vida
había visto semejante dolor. Su llanto se metía misteriosamente por mi piel y
me dejaba igual de vulnerable. Fue imposible no llorar con ella; fue imposible
no sentirse tan triste con ella al despedirse del fantasma que había visto en
el metro. Quiero pensar que aquella vez fue a buscarla una última vez, a
hacerse palabra y promesa, como para pedirle que no lo abandonara, que no lo
dejara morir en el olvido, pero ya era tarde, se había convertido en un
fantasma al otro lado del espejo.
Luego de que las cenizas descansaran en un bosque muy bonito, al lado de un lago de a de veras, a Eco le dieron una cajita. Se la dieron porque él así lo había pedido. Eran un montón de fotos de ellos dos, en un montón de lugares por México, y yo me dije con rabia e incomprensión: ¡no mames! ¡pues en qué momento pasó todo eso! ¡Si casi siempre estuvo en el DF! Eran las mismas fotos de su computadora, sólo que en aquellas sólo aparecía Eco. Cuánto pinche ego. Eso sí era ser muy malcriada, mira que negar a alguien a ese grado. Y luego, ¡no mames que lo olvidaste! Lloré, porque el dolor que sentía me hizo pensar que nadie nunca debiera pasar por esto. Qué haría yo si alguien me negara, si un día me dijera que me ama y al otro me tratara como si no existiera. No, nadie nunca debiera negarse a nivel de la palabra, porque la palabra es vida, el silencio es la muerte total y el olvido es el camino hacia silencio. Pobre Eco, sus razones había de tener para querer olvidarlo, y seguro las tiene, pero esas no las sé ni las podré saber nunca más, porque ella, que no era mala, sino que posiblemente sí estaba loca, ya nunca volvió a hablar. Tampoco regresó a las sesiones en la universidad. De hecho, nadie nunca volvió a preguntar por ella. Se esfumó del recuerdo de todos como si también fuera un fantasma. Yo, en cambio, me he quedado con sus libretitas y sus notas que lastimeramente me recuerdan su historia. Lo último que supe de ella fue que se retornó a su país en un viaje larguísimo de quince horas en silencio, y que allí en su ciudad se la pasa mirando el reflejo del Lago Norte. Yo estoy segura que lo mira recordando a Narciso, callada, porque no respondía si nadie le hablaba. Ahí debe estar, dolosamente recordando lo que ya nunca fue ni promesa, ni palabra, sólo eso: silencio.