A Mercedes Toxqui
La cabeza de un hombre asomó por la puerta y en su rostro ya
se notaba la cautela con que iría a decir:
– M… Buenos días, ¿se puede pasar?
– Claro, pase, ¿cómo está?
La sonrisa en ella permaneció mientras él se acomodaba en un
sillón. Él miró los objetos que estaban cerca, el piso y luego devolvió la
mirada a la doctora. También sonrió.
– Qué curioso ¿no le parece? O sea, no de curiosidad, sino
de inquietante, de interesante.
– Perdón, no le entiendo…
– Sí, mire. Entro y lo primero que pregunta es algo que ya
sabe “¿Cómo está?”, o ¿acaso esa pregunta sirve para medir qué tan mal está el
paciente? Desde mi punto de vista la pregunta se pudo haber evitado; es más que
obvio que aquél que consulte a un psicólogo tiene algo, que está mal de algo,
¿no? Sin embargo, pese a que la pregunta me parece absurda, creo que ha
funcionado, puesto que ha permitido que yo diera toda esta respuesta. Me
pregunto qué pasará con las personas que no responden tanta cosa como yo, o con
aquellas que de plano no contestan nada.
– Cada paciente es diferente, la pregunta no siempre es
igual, pese a que casi siempre es la misma. Como usted ya lo ha notado,
funciona porque, no es que estén mal todos lo que visitan al psicólogo, esa es
una afirmación arriesgada; pero sí todos buscan a alguien que pueda
escucharlos.
– En eso se equivoca, mi estimada doctora. Yo no busco que
nadie me escuche.
– Entonces, cuál es el motivo oculto de su visita.
– Usted está en mi sueño. Sí, en serio, no ponga esa cara.
Usted está en mi sueño y por eso vengo a verle, para que me diga qué pasa.
– Me sorprende. ¿Ya antes habíamos charlado?
– No. En ninguna otra circunstancia; o por lo menos no en
alguna que recuerde.
– Pues comencemos, ¿quién soy en su sueño? ¿qué hago?
– Pues mire usted. Hace cerca de dos años comencé con
algunos sueños que me parecían extraños. Soñaba constantemente con una exnovia,
bueno, realmente no fue mi novia, pero sí la quise bastante. Le decía, la
sueñé, pero el sueño nunca se repitió; por el contrario, siempre fue uno distinto.
Aunque no recuerdo todos, sé que así fue. ¿No le sorprende que lo diga de este
modo, verdad? Haga cuentas, setecientos treinta sueños diferentes. Si hubiera
soñado un año más, rebasaba por mucho a las mil y una noches.
– Tiene razón, no lo había visto así ¿Recuerda alguno de
ellos?
– Sí, algunos. En uno soñé que ella moría y yo la visitaba
en su tumba. Ya sabe, cosa medio romántica. En otro, soñé que las frutas del
mercado me la recordaban y me aventaba a ellas para hacerles el ritual de la
sensualidad; obvio terminaba preso por crímenes contra el pudor y las buenas
costumbres. Hay uno que me dio bastante risa, soñé que la encontraba en
Tehuacán por azares de la vida, trabajando en una tienda de autoservicio,
¿quiere saber cuál? En esa que tiene nombre euskera, de grito etarra:
¡adelante! Pero no me mire así, hasta yo lo sé, parece una obsesión; aunque, si
la hubiese conocido, estoy seguro que su opinión sería distinta.
– No se preocupe, estoy tratando de entender cómo entra una
imagen como la mía en su sueño.
– ¡Ah! Pero la cosa no acaba ahí. Verá usted, soñé con una
hija que me buscaba en la universidad. Soñé con unas esculturas que aventaba al
río san Francisco. Soñé un libro en donde ella estaba encriptada, era la
historia oculta de Caperucita Roja, yo le llamaba Alycandro. Jaja, sí es
gracioso, ¿no?
– ¿Y dónde aparezco yo?
– Espéreme, debo decirle un último. Soñé que moría.
– ¿Cómo moría?
– Pues era una cosa sin dolor, sabe. Un día me atropellaban
y caía en coma, en ese estado en el que no podía salir, era ella quien me
devolvía al mundo de los muertos.
– ¿Cómo, la exnovia le decía que ya se muriera?
– ¡No! Sólo me cantaba algo y con eso yo daba el paso hacia
el otro mundo.
– Ok, ¿Dónde aparezco?
– Ahí, doctora. Mientras moría otro sueño apareció hacia
adentro de ese. Usted caminaba por el callejón Lennon hasta la Casa Amarilla. Usted
estudia ahí, ¿no es cierto?
– Sí…
– Bueno, yo veía su caminar, pero no sabría decirle desde
qué punto. En el sueño la miraba desde todos los ángulos. Su cabeza baja al
caminar y su cabello rojo, lo único a color, que extrañamente permanecía quieto
ante el aire que se percibía en lo contextual. A la entrada, alguien la
saludaba por su nombre, Meche; y luego preguntaba si esa tarde daría terapia.
– ¿Recuerda si en su sueño aparecía algún número, alguna
fecha?
– Sí, lo recuerdo. Sacó su celular y en la pantalla se
observó la fecha: cuatro de agosto de dos mil cuarenta y cinco, eran las once
de la mañana y usted había llegado retrasada a una clase con un tal Enrique.
¿Estoy cierto?
– ¿Jura de verdad que fue un sueño? ¿A mí me parece extraño
que sepa todo eso? Creo que llamaré a seguridad porque sinceramente me estoy
incomodando ya bastante con su plática.
– ¡No, por favor! Créame que a mí también me intriga. Yo a
usted ni la sigo ni la había visto antes. Cierto, estudié letras, pero eso fue
muchísimo antes de siquiera haber coincidido. Permítame acabar.
– Lo haré, pero le advierto que no estoy sola y que si
intenta algo, la pasará muy mal. Y dejemos algo en claro, ya no es usted mi
paciente y por seguridad apretaré el botón de alerta para que nos estén
monitoreando.
– Perfecto, doctora. Por mí no hay problema. Si con eso se
siente segura y me permite acabar, adelante.
– Entonces dígame, que más pasó en ese supuesto sueño.
– Pues bien, como le decía, los números parecieron y en
ellos también pude saber su número de contacto cuando revisó sus citas en la
agenda. Luego entró a una aburridísima clase de fenomenología en la que, le
juro, no sé si todos asentían por querer que ya acabara, o porque de plano la
locura de ese señor era tal, que era mayor el temor a contradecirlo que a ponerle
en claro que estaba diciendo mucha cosa sin sentido. Pues bien, ese día usted
no tomó notas, en cambio dibujó en su carpeta. Por eso realmente estoy aquí,
usted dibujó una calavera con un colibrí y unas flores donde apoyaba las patas;
sin embargo, eso fue un símbolo. Como era mi propio sueño, necesariamente la
clavera tenía que relacionarse con la muerte que acabada de tener en el nivel
anterior; el colibrí fue difícil pero logré saber qué significaba, era mi
escudo, el guerrero, ya sabe a qué me refiero, a Huitzilopochtli; entonces me
pregunté ¿debo luchar por vivir? o ¿debo emprender el vuelo y dejar mis
fortalezas a quienes se quedan en el mundo vivo? ¿Dejar las flores, la belleza
que admiré del mundo, de las mujeres? ¿Soltarme del recuerdo que me mantenía en
Sarai? La miré a los ojos y ahí el sueño terminaba.
– ¿Quiere respuestas a esas preguntas?
– Quiero saber por qué está usted en mi sueño de muerto con
ese símbolo.
– Sinceramente no creo poder explicarlo. De hecho no creo
que alguien pueda. Sin embargo, déjeme decirle que existe una posibilidad de
que yo sea un conjunto de imágenes femeninas, las cuales se han proyectado a su
mente consciente.
– ¿Con todo y el nombre, el dato de contacto con el que
agendé esta cita?
– Tiene razón, eso ya no cabe en la explicación. ¿No querrá
sugerir que esto le parece también un sueño, verdad?
– No quisiera, pero si ese sueño acaba de pronto y yo
amanezco en esta ciudad como si nada; ¿qué nos asegura que realmente no estamos
en loops interminables de sueños tras sueños?
– Tranquilo, esa pregunta parece fácil de responder. Verá,
desde mi punto de vista usted teme estar soñando y no vivir la realidad. Esto
se debe a que los sueños han sido tan lúcidos que ahora no sabe si esto es
despertar o dormir. Sin embargo, le daré una respuesta que espero le deje
tranquilo. Yo estoy muy segura de esto no es un sueño, pero si lo fuera, en
lugar de preocuparme por si es o no; asumiría que esta es la realidad en la que
estoy viviendo, como quiera que entendamos eso, y seguiría con la vida tal cual
lo plantee esta realidad. Dese cuenta, siempre es mejor que la vida sea
tranquila a que tengamos esos problemas de realidad. Cuál me dijo su nombre.
– Pool, Pool DunkelBlau. Tiene razón doctora. Es usted la
curadora, la hechicera, tal vez.
– No sé, pero como le decía, Pool, esto no podría ser otro
sueño, porque eso implicaría que usted está soñando mis diálogos, y estoy
segura que no sabe qué voy a decir en los próximos minutos.
– Tiene razón, no lo sé. Pero ¿entonces qué pasa? ¿A caso mi
inconsciente me mandó hasta usted para salir de mi obsesión? ¿Será que Carl
Jung tenga razón y entre usted y yo exista una conexión causal inexplicable en
términos lógicos o físicos? Usted disculpe lo que diré ahora, al entrar noté
que es muy bonita, estuve pensando que la mente busca sanar mis recuerdos en la
superposición de una nueva imagen o paradigma de belleza.
– No creo, eso lo hubiera notado desde el sueño, cuando me
miró al final de él.
– Cierto.
– Sabe, el dibujo que vio en su sueño existe, sólo que ya no
lo tengo yo. Lo hice para un amigo que quise mucho y que yo decía estaba
loquito, de cariño. Se llamaba Emilho Cabanhas, no sé qué haya sido de su vida.
– Mire qué interesante, si el dibujo le recordó a su amigo,
lo más seguro es que esa persona también haya padecido el mal del Lobo Feroz.
– ¿Cuál es ese mal?
– Querer en demasía a alguien menor y tras su partida
sentirse devastado. Muerto.
– Sí, creo que también lo padecía. Pero ¿cómo hace ese
enlace?
– Es fácil, doctora. La calavera también es la edad y
contrasta con el colibrí, que es la juventud, el vuelo, la libertad. Así la
calavera es lo estable, la prisión, la vejez. En tanto que las flores son el
enlace entre ambos, por lo que entonces serían el cariño, el amor, el sexo, o
toda aquella circunstancia por la que el colibrí jovial, se acerque a la
calavera avejentada. El uno aproximarse al prejuicio inocente de la jovialidad,
la otra acercarse peligrosamente a la tentación de una experiencia sensible
distinta. Eso es el mal del Lobo Feroz, según yo.
– Es interesante su postura, pero no la comparto. Espere,
alguien llama. Adelante, está abierto. ¿Qué pasa, Jan?
– ¿Estás bien, Meche? Encendiste la alarma.
– De nuevo la pregunta, ¿ve? ¡Qué chistoso, doctora!
– Sí, bien. Todo va tranquilo.
– ¿Meche? Estás sentada como si estuvieras dando terapia.
- Sí. Eso hago.
– ¿Y con quién sesionas? Has encendido la alarma y te hemos
visto sentada ahí hablándole al sillón. Meche ¿acompáñame, por favor? No hay
nadie más en esta habitación.
– No bromees, Jan, el señor DunkelBlau está sentado ahí, si
tú me dices que no hay nadie, gritaré, porque ya me estoy poniendo muy
nerviosa.
– ¡Exacto, doctora! ¡Esa es la explicación! ¡Ahora lo veo!
¡Usted es la Hechizera! ¡Claro, doctora, el héroe llega con la Hechicera para
deshacer el maleficio, como en Propp!...
– No hay nadie contigo, Meche, más que yo…
– ¡Doctora! ¡Yo sigo soñando, pero usted está aquí
verdaderamente! ¡Tiene que liberarme! ¡Usted es la hechicera de la psique!
– Meche, vamos.
– ¡Ande, doctora, libéreme! ¡No se vaya! ¡Libéreme!
– Ok, Pool, escucha bien…
– ¿Meche?
– ¡Vamos, Hechicera!
– ¿Meche?
– Pool, ¡despierta!
El eco
distorsionado abrió los ojos de DunkelBlau. En la sala había poco más de siete
personas; preguntó: ¿me dormí? Perdón. Tomó una hoja: Bueno, apunten sus
nombres, por favor. Por apellidos. Cada vez somos menos, aunque siempre hay
rostros nuevos, cómo te llamas tú, ¿cómo?, ah, ok. Pues bienvenida al curso,
Sarai. No se olviden de la fecha: febrero veintidós de dosmil… Llamaron a la
puerta, era la nueva psicóloga de la escuela: Profe, podemos pasar; Claro;
Chicos, les presento a la maestra Mercedes, ella se encargará del departamento
de psicología de la escuela, cualquier asunto en ese sentido, pueden dirigirse
a ella; Bienvenida maestra. Las miradas cruzaron como si en ellos algo
percutiera la memoria. Me parece conocida; Sí, a mí también. La chica nueva se
acercó a DunkelBlau, pero este salió detrás de la psicóloga. Sarai y
DunkelBlau, jamás volverían a encontrarse, ni en ese contexto, ni en otras
realidades.
(Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau), "La Femme: La Hechicera" (Colección inédita de Cuentos)