A Emir, el Escritor visceral.
Veo mi mano azul; tiesa como el Muro Dorado de
Gabriela G. Es diferente, una parte de carne autónoma que contiene voluntad
propia y que por las noches asecha mis miedos. Siempre quieta, siempre fuerte,
siempre atenta. Apenas unas cuantas semanas atrás era tan normal como toda mano
y mía; mas la vida que me ha alejado de mi país y me ha arrastrado hasta aquí,
confabula contra mi existencia pasajera tras estos ojos melancólicos, haciendo
de mí un paria en las noches de sin sueño.
Estuve
loco, loco como José padre persiguiendo al Gigante con ansias infinitas de
muerte y un deseo incontrolable de venganza; loco como José hijo odiando al Diablo
y sus palabras en la venta; loco como el mundo entero. En ese entonces, incapaz
de comunicarme con las personas que más quería e incomprendido por mi psicóloga
que intentó simplificar mis patologías a teorías llenas de bondad, salí a la
vida vagabunda a arrastrar mis penas por estas calles pintadas de azul tiricia;
cuántas madrugadas esperando aliviar las asperezas del pasado. Mas, quién lo
pensaría así, la persona a quien más amaba convertida en puta navegando las ruas sin temor a ser pisoteada, y luego
verla disfrutar de otros labios. Se descompuso el mundo que había vivido; el
deseo que tuvo creado en mí se
convirtió en un asco nauseabundo y apodrecido
que convulsionó mis vísceras y me hizo vomitar el altar de la virgen de
Juquila; perdón, pero no pude aguantarme el asco.
Odié;
sentí la misma desilusión que Judas y Tomás al ver a Cristo suspendido del orbe
de la tierra y sentí la misma orfandad humana que enunciara éste desde su
sentir divino: Dios mío, por qué me has
abandonado. Ya me falla la memoria; recuerdo haber destruido los muros de
la ciudad con la simple fuerza del odio concentrada en mi mano. La recuerdo a
ella con sus ojos vueltos a mí cuando cayera sin conciencia sobre mi propia
inmundicia. Recuerdo sentir las lenguas cálidas de los perros al lamer mi
cuerpo hecho una piltrafa. Al despertar ya estaba así, con el yeso encarcelando
mi mano injustamente.
Pasaron
los días lentos creciendo la costra de mugre alrededor, quemando por dentro la
piel y el hueso. Fueron días insoportables porque en cada uno recordaba 8688
veces la imagen asquerosa de unos ojos cerrados volando el sueño de otro
alguien y de sus labios putrefactos e insanos bebiendo el alcohol de las
rameras. Fueron días perdidos en un sueño inevitable, yo procuraba alejarme de
un recuerdo ya carente de sentido.
Despierto,
no soy el mismo. Mi mano nuevamente libre sigue sin moverse a pesar de cuantas
veces lo intente. El yeso le ha dejado algunas yagas y muchos pelos como los de
las ratas que solía matar. No hace nada; a veces pienso que planea nuevamente
una venganza más exitosa que la anterior. A veces creo que me piensa como un
parásito adherido a ella y supongo de su intimidad un deseo profundo de
libertad reprimido por mi configuración corporal. Permanece inmóvil todo el
tiempo, hasta sus uñas han dejado de crecer, es como si pretendiera hacerme
creer que está muerta, pero sé que no lo está. He perdido el sueño sin que lo
sepa, pues pudiera darse cuenta de que la espío de reojo; juro haberla visto
moverse .023 milímetros una noche, quizá soñaba cómo deshacerse de mí y la
traicionó ese impulso por separarse porque, seamos sinceros, soy un límite para
sus planes.
Me
observa desde su quietud, incluso creo que atemoriza a las otras partes de mí.
Un día que veía la tele comencé a sentir un ligero cosquilleo sobre el dorso de
la mano izquierda, estaba temblando, en tanto la otra ahí como siempre,
inmóvil, atenta, inquisidora, intrigante, demasiada quietud en un miembro
evolucionado para la actividad constante. De a poco se había convertido en un
pedazo de carne ajeno a mí que maquilaba, dentro de sus cinco dedos, gangrenar
la unión de la muñeca, reventar las bolsas sinoviales de los huesos del carpo,
desencadenarse de su radial externo, su extensor, sus supinadores, flexores y
cubitales; deseaba enormemente ser libre para acabar con el mundo que
lentamente se llenaba de locos.
No
niego haber pensado en deshacerme de ella, sin embargo, sé que me dolería más a
mí por el dejo de nostalgia que orbitaría mis recuerdos. Lo que puedo decir es
que día a día comenzaba a sentir nuevos cosquilleos en otras partes de mi
cuerpo. En un día de tantos mi mano fiel dejó de serlo, la encontré buscando en
la bolsa del pantalón las llaves de la casa (para qué las quería), extraño, ya
que no era mi voluntad quien dominaba esa búsqueda sino el poder de
convencimiento que la mano derecha había ejercido ya sobre la izquierda; quizá
algún tipo de amenaza hecha llegar a través de la sangre había comenzado a
debilitar las conciencias de mis extremidades y a hacer de ellas unas simples
actantes de la perversidad. Mis pies, incluso, una tarde me llevaron a un lugar
donde no quería ir y me vi gritando como un loco en la esquina de Santo
Domingo: ¡auxilio, me secuestran! no obstante, ante los ojos de todos los
testigos involuntarios, sólo fui un pobre diablo que hablaba sin hablar, mejor
dicho, un tipo que intentaba comunicarse sin conocer ya el código de la lengua.
Durante el trayecto a casa estuve pensando en mis acciones futuras y me fue
evidente lo que iría a hacer.
Recuerdo
la bañera y el movimiento de sus aguas cuando muy despacio se fueron tiñendo
con la sangre. No era la mía. A pesar de su ímpetu y resistencia logré ahogarla
y sólo para cerciorarme fue que la liberté de mí y de su quietud, porque he de
decirles que debajo del agua fue cuando más movimiento tuvo, aunque eso es
normal, imagínense quedar atrapados en la presión del agua con una fuerza superior
impidiéndoles tomar el aire que los vive. Sí, me dio mucha alegría verla
convulsionándose en la bañera mientras mi rostro dibujaba una sonrisa
catártica. Aún puedo verla flotando con sus cinco dedos morados. Tras algunos
días de sentirme aliviado retiré la venda de la muñeca y, a pesar de estar la
herida aún abierta, no sentía ningún tipo de dolor, incluso podía sentir mi
mano mover los dedos, pero ya no estaba.
Fueron
días insoportables, corté mis pies por temor a que me perdieran en los
vericuetos del Tamborcito; corté la mano con que escribía por miedo a que mis
teorías sobre la lengua terminaran tachadas y sin que alguien pudiere leerles,
corté mis piernas porque aún se movían, mis muslos, mis brazos; todas mis
extremidades que crearon una costra de sangre en el piso de la casa. Y entonces
lo comprendí, ese ente alienado que fue mi mano había contaminado ya mi cerebro
con su peste y lentamente me hizo su servidor. Dominó desde su muerte mi
cuerpo, arrancándome uno a uno los miembros que me conformaron, mientras ella
allí, flotando en la bañera, en esa tranquilidad roja donde disfrutaba
plácidamente su libertad.
Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau); Mutantografías: Alienado (inédito).
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