viernes, 15 de abril de 2016

Alienado

A Emir, el Escritor visceral.

Veo mi mano azul; tiesa como el Muro Dorado de Gabriela G. Es diferente, una parte de carne autónoma que contiene voluntad propia y que por las noches asecha mis miedos. Siempre quieta, siempre fuerte, siempre atenta. Apenas unas cuantas semanas atrás era tan normal como toda mano y mía; mas la vida que me ha alejado de mi país y me ha arrastrado hasta aquí, confabula contra mi existencia pasajera tras estos ojos melancólicos, haciendo de mí un paria en las noches de sin sueño.
            Estuve loco, loco como José padre persiguiendo al Gigante con ansias infinitas de muerte y un deseo incontrolable de venganza; loco como José hijo odiando al Diablo y sus palabras en la venta; loco como el mundo entero. En ese entonces, incapaz de comunicarme con las personas que más quería e incomprendido por mi psicóloga que intentó simplificar mis patologías a teorías llenas de bondad, salí a la vida vagabunda a arrastrar mis penas por estas calles pintadas de azul tiricia; cuántas madrugadas esperando aliviar las asperezas del pasado. Mas, quién lo pensaría así, la persona a quien más amaba convertida en puta navegando las ruas sin temor a ser pisoteada, y luego verla disfrutar de otros labios. Se descompuso el mundo que había vivido; el deseo que tuvo creado en mí se convirtió en un asco nauseabundo y apodrecido que convulsionó mis vísceras y me hizo vomitar el altar de la virgen de Juquila; perdón, pero no pude aguantarme el asco.
            Odié; sentí la misma desilusión que Judas y Tomás al ver a Cristo suspendido del orbe de la tierra y sentí la misma orfandad humana que enunciara éste desde su sentir divino: Dios mío, por qué me has abandonado. Ya me falla la memoria; recuerdo haber destruido los muros de la ciudad con la simple fuerza del odio concentrada en mi mano. La recuerdo a ella con sus ojos vueltos a mí cuando cayera sin conciencia sobre mi propia inmundicia. Recuerdo sentir las lenguas cálidas de los perros al lamer mi cuerpo hecho una piltrafa. Al despertar ya estaba así, con el yeso encarcelando mi mano injustamente.
            Pasaron los días lentos creciendo la costra de mugre alrededor, quemando por dentro la piel y el hueso. Fueron días insoportables porque en cada uno recordaba 8688 veces la imagen asquerosa de unos ojos cerrados volando el sueño de otro alguien y de sus labios putrefactos e insanos bebiendo el alcohol de las rameras. Fueron días perdidos en un sueño inevitable, yo procuraba alejarme de un recuerdo ya carente de sentido.
            Despierto, no soy el mismo. Mi mano nuevamente libre sigue sin moverse a pesar de cuantas veces lo intente. El yeso le ha dejado algunas yagas y muchos pelos como los de las ratas que solía matar. No hace nada; a veces pienso que planea nuevamente una venganza más exitosa que la anterior. A veces creo que me piensa como un parásito adherido a ella y supongo de su intimidad un deseo profundo de libertad reprimido por mi configuración corporal. Permanece inmóvil todo el tiempo, hasta sus uñas han dejado de crecer, es como si pretendiera hacerme creer que está muerta, pero sé que no lo está. He perdido el sueño sin que lo sepa, pues pudiera darse cuenta de que la espío de reojo; juro haberla visto moverse .023 milímetros una noche, quizá soñaba cómo deshacerse de mí y la traicionó ese impulso por separarse porque, seamos sinceros, soy un límite para sus planes.
            Me observa desde su quietud, incluso creo que atemoriza a las otras partes de mí. Un día que veía la tele comencé a sentir un ligero cosquilleo sobre el dorso de la mano izquierda, estaba temblando, en tanto la otra ahí como siempre, inmóvil, atenta, inquisidora, intrigante, demasiada quietud en un miembro evolucionado para la actividad constante. De a poco se había convertido en un pedazo de carne ajeno a mí que maquilaba, dentro de sus cinco dedos, gangrenar la unión de la muñeca, reventar las bolsas sinoviales de los huesos del carpo, desencadenarse de su radial externo, su extensor, sus supinadores, flexores y cubitales; deseaba enormemente ser libre para acabar con el mundo que lentamente se llenaba de locos.
            No niego haber pensado en deshacerme de ella, sin embargo, sé que me dolería más a mí por el dejo de nostalgia que orbitaría mis recuerdos. Lo que puedo decir es que día a día comenzaba a sentir nuevos cosquilleos en otras partes de mi cuerpo. En un día de tantos mi mano fiel dejó de serlo, la encontré buscando en la bolsa del pantalón las llaves de la casa (para qué las quería), extraño, ya que no era mi voluntad quien dominaba esa búsqueda sino el poder de convencimiento que la mano derecha había ejercido ya sobre la izquierda; quizá algún tipo de amenaza hecha llegar a través de la sangre había comenzado a debilitar las conciencias de mis extremidades y a hacer de ellas unas simples actantes de la perversidad. Mis pies, incluso, una tarde me llevaron a un lugar donde no quería ir y me vi gritando como un loco en la esquina de Santo Domingo: ¡auxilio, me secuestran! no obstante, ante los ojos de todos los testigos involuntarios, sólo fui un pobre diablo que hablaba sin hablar, mejor dicho, un tipo que intentaba comunicarse sin conocer ya el código de la lengua. Durante el trayecto a casa estuve pensando en mis acciones futuras y me fue evidente lo que iría a hacer.
            Recuerdo la bañera y el movimiento de sus aguas cuando muy despacio se fueron tiñendo con la sangre. No era la mía. A pesar de su ímpetu y resistencia logré ahogarla y sólo para cerciorarme fue que la liberté de mí y de su quietud, porque he de decirles que debajo del agua fue cuando más movimiento tuvo, aunque eso es normal, imagínense quedar atrapados en la presión del agua con una fuerza superior impidiéndoles tomar el aire que los vive. Sí, me dio mucha alegría verla convulsionándose en la bañera mientras mi rostro dibujaba una sonrisa catártica. Aún puedo verla flotando con sus cinco dedos morados. Tras algunos días de sentirme aliviado retiré la venda de la muñeca y, a pesar de estar la herida aún abierta, no sentía ningún tipo de dolor, incluso podía sentir mi mano mover los dedos, pero ya no estaba.

            Fueron días insoportables, corté mis pies por temor a que me perdieran en los vericuetos del Tamborcito; corté la mano con que escribía por miedo a que mis teorías sobre la lengua terminaran tachadas y sin que alguien pudiere leerles, corté mis piernas porque aún se movían, mis muslos, mis brazos; todas mis extremidades que crearon una costra de sangre en el piso de la casa. Y entonces lo comprendí, ese ente alienado que fue mi mano había contaminado ya mi cerebro con su peste y lentamente me hizo su servidor. Dominó desde su muerte mi cuerpo, arrancándome uno a uno los miembros que me conformaron, mientras ella allí, flotando en la bañera, en esa tranquilidad roja donde disfrutaba plácidamente su libertad.

Aguilar Sánchez, Paul (Pool DunkelBlau); Mutantografías: Alienado (inédito).

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