sábado, 14 de mayo de 2016

La luna del maestro

Ayer te vi hablando con él. Eras tan tú pero sin ser tú realmente. Tu cabello ensortijado y negro como aún mi mente lo recuerda volviéndome loco los días de otoño. Pero qué fue de ti, a dónde fuiste, por qué.
            Ya era una persona madura cuando te conocí, tú, apenas una niña para mí. Veinte o veintiuno, qué importa ahora. Recuerdo que por esas fechas mi acento aún no era del todo parecido con el tuyo, quizás por ello te sentiste atraída, no lo sé. Acababas de entrar a la universidad (pero quién diablos estudia historia en los ochenta). El primer día ni te vi, fue por ahí de la segunda o tercera semana cuando tuve conciencia de que existías; no sé si fue acaso tu finura, tu discreto maquillar, tus ojos, sonrisa, cuello… (o tu vestir un paso delante de la moda) quién me sedujo y cautivó. Debo confesar ahora que estuve con pánico al decir tu nombre en la lista porque ya tenía sido embrujado por tus ojos, no podía mirarte sin precisar después que tus labios ahogaran el fuego de mis venas y disminuir así el batir de mi corazón (perdonar has que no diga latir pero no me acostumbro a esa palabra de canes).
            El día que cayó el Muro de Berlín fijamos un encuentro en el café que está frente al jardín de los indigentes, teníamos que discutir sobre el trabajo que irían entregar en la próxima quincena, aunque realmente fuiste tú quien concertó la cita con la nota que escribieras al final del borrador: “lo amo”. Qué podía hacer sino arreglar la situación; es sabido que una alumna no debe enamorarse de sus maestros y, por tanto, debía procurar la manera más directa para hacerte desistir de tu locura, de mi locura. Ya me falta la memoria. Ahora no sé si tuvo llovido ese día o si dije cualquier otro pretexto para que me acompañaras a mi casa, creo fue por unos libros (tal vez no sea cierto). Como ya vivías sola y era muy tarde te ofrecí quedarte, yo dormiría en el sillón (pero quién diablos cree en la inocencia de los actos). No podíamos dormir, es cierto, hacía frío en nuestros cuerpos. Cuando decidimos (decidiste) dormir juntos, la sombra de la habitación elevó nuestro respirar y no fue sino hasta que tuviste volteado a mí para darme un beso, que conocí el mar que habitaba entre tus piernas. No fue sino besando la comisura de tus labios que tembló mi cuerpo incontrolablemente para luego dormir como nunca antes lo tuviese hecho.
         Pasamos mucho tiempo juntos en el tiempo que duró lo nuestro. Un día, en otoño precisamente, comenzaste a enfermar. Teníamos ido a los Fuertes de Loreto y Guadalupe, como buena mexicana te apasionaban los salgadinhos que vendían fuera del Planetario. Primero fue un dolor en la barriga, pero no hicimos caso (hasta pensamos que estabas gravida); luego comenzaste a perder la fuerza de las piernas y los brazos, y entonces nos preocupamos. Te recetaron algo que iría quitarte lo enferma. Eran amibas. Ya casi estabas recuperada cuando, sin esperarlo, caíste nuevamente en cama con un dolor de cabeza insoportable que decía el médico pasaría (pero quién diablos cree en la medicina); recuerdo haber quedado de cara amarrada con el doctor. Te acaricié muchos días tu cabello esperando reaccionaras, en cuanto más me esforzaba por hacer bien eso que ustedes llaman piojito más rápido se escapaba de ti la lucidez. Ya no podía con esa carga sentimental que me afligía el alma.
      Recuerdo que antes de perderte decidí hablar contigo (supongo ahora que entendías). Simplemente se acabó. Y lloraste ese y el siguiente y los días que le sucedieron hasta, creo yo, el instante en que dejaste tu vida suspensa como la luna que cae constantemente hacia la tierra sin poderla alcanzar.
            Ayer te vi hablando con él, con el que fuera tuyo en tus días felices, a quien motivaras investigaciones impensables sobre la lengua escrita e incluso revisaras sus preliminares ¡qué mofa, recuerdas! Tu vida se ha vuelto una circularidad. Desapareces de la escuela y luego regresas; eres directora, rectora, maestra y a veces enamorada. Te ven, se ríen de ti como sólo la juventud puede hacerlo; lastimeramente te siguen el juego mas no saben que dentro de ti tu vida se repite constantemente hasta el momento en que te pierdes. Queda más de tu vida académica, es lo que se ve cuando falsamente lúcida hablas sobre concursos de novelas, aumentos salariales o trabajos finales. Ayer, que hablabas conmigo, con ese espacio de tiempo y aire que fingido estaba sentado frente a ti, me di cuenta que aún me amas, que aún me recuerdas en tu locura. Qué pena que de mí recuerdes lo más triste, qué pena que tengas que vivirlo constantemente, qué pena verte llorar tan sola en la banca del antiguo colegio de antropología.

Aguilar Sánchez Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografías: La luna del maestro (inédito)

No hay comentarios:

Publicar un comentario