El octavo día de junio decidí terminar mis
ensayos sobre la vida y todo aquello que me condujera al maestro Cabanhas. La
interminable búsqueda en que se convirtió mi estudio a raíz de aquel libro que
hablara sobre la escritura, me había alejado de mis amigos, familiares y novia.
Fueron varios los años en que estérilmente entrevisté a supuestos conocidos y
personajes secundarios de su vida, pero ninguno supo decirme con certeza cuál
era su paradero. Quizá, como todo en las humanidades, me dejé llevar por una
falacia, a la cual intenté darle veracidad científica a través del estudio
objetivo de una serie de planteamientos inverosímiles. Quizá, como todo en los
sistemas pluri y multisemánticos, la exhaustividad nunca es suficiente, puesto
que siempre representan un laberinto de dimensiones difusas e infinitas a las
que lentamente vamos incomprendiendo.
Miré
las cenizas de su libro La voz de la
letra y de sus manuscritos, miré el inconseguible libro Crônicas dum mundo de ficcção que fotocopié
de uno de sus supuestos amigos y el cual se halla incompleto. Miré mis ensayos
y me dije: a quién demonios ha de importar lo que diga yo en estos trabajos
absurdos, si todo cuanto en ellos se predica no es más que un artificio de la
locura; a quién ha de interesar la vida de un maestro tan común y corriente que
dejó su natal Brasil para perderse en los vericuetos que el amor le deparara en
este país. De hecho, a qué las investigaciones si todas son producto del ego,
de la inercia nefasta de la humanidad por sobresalir en el mundo, por ser
alguien de renombre, conocido, popular, al final de cuentas por ser todos una
mierda sin valor. Uno se deja llevar por esa inercia, quién sabe dónde
originada, y cuando nos damos cuenta de su voluntad nos sabemos víctimas de ese
delirio ruin.
Camino
por la plaza John Lennon como el día en que encontré ese libro, revisando lo
que se vende, artesanías, chunches y curiosidades características de los fines
de semana. Veo a una niña y un niño jugando, son demasiado parecidos. Me acerco
hasta donde ellos y les pregunto si son hermanos (tan sólo para conversar). No,
somos amigos, responde la pequeña. Sé que este suceso no presenta nada
sorprendente (como se vislumbra en el libro de Emilho, la escritura en estos
momentos les impide notar mi sobresalto) pero debieron verlos, como en la
simetría o la clonación humana, los dos, niña y niño, eran iguales. Los sigo,
adelante sus madres trabajan vendiendo artesanías y efectivamente son
incomparables, no obstante, dentro de esas diferencias que las distinguen hay
otras más que comparten y que, si bien no son sustanciales para nuestra visión
banal de la belleza, sí son significativas en la conformación de los niños, es
decir, esas características en las que coinciden son las que mi mente
identifica en los pequeños: piel morena, delgadas las dos sin llegar al extremo
de la flacura, ojos negros, brillantes y semi rasgados, boca chica, nariz
pequeña, cabello largo y lacio, manos finas y estatura media. Quizá algún
sortilegio de la vida les hizo compartir al hombre porque la sonrisa de los
niños no está en ellas, es de alguien más.
Dirá
Carl Jung que las relaciones simbólicas entre el yo y el mundo que nos contiene
no son acausales, son generadas por una causa específica e identificable en las
relaciones de la mente y la materia. Y efectivamente, él podría explicar lo que
vi ese día en el callejón. El hombre, a través de su mente común, da las
explicaciones más lógicas e increíbles sobre los fenómenos del mundo, aunque
los de mente exorbitante dan las más absurdas y verosímiles que puedan existir.
Lo que pretendo conocer ni yo lo alcanzo a vislumbrar enteramente, sin embrago,
ya me veo envuelto en otra serie de investigaciones estériles. Es este hábito
de conocer el mundo lo que me mueve.
Debe
existir algo en común entre esas dos mujeres más allá de las coincidencias
perceptibles a simple vista, debe haber, no por obligación sino por necesaria
que es para la extrañeza cotidiana una explicación, algo que las una en algún
pasado común. Si yo pensara (que ya lo hice) que conocieron a la misma persona
y por ello sus hijos son tan semejantes, caería en un error fundamental como
investigador, le agregaría ideas ajenas a mi objeto de estudio antes de
estudiarlo, sin embargo, no desecharé esa opción como resultado mas sí como
fundamento de una explicación.
Entrevisto a las mujeres y cada una tiene su
historia bien definida y no cabe duda que son sólo compañeras de negocio en el
callejón del carolino. Nada hay de común en sus pasados; es más, ni siquiera
coinciden en amigos de la escuela o de la familia. Esto podría llevarnos a dos
posibilidades no ya tan sólo de las susodichas sino del mundo en que vivimos;
la primera: Dios existe, si podemos comprobar que estas dos personas no se
conocieron hasta 1999 (que es la época en que abrieron sus negocios
aproximadamente) podríamos decir que algún fenómeno fuera de nuestras
capacidades humanas hizo de sus hijos una orquestación pre y/o posparto que
devino en la obtención de dos individuos idénticos (y que por tanto, no
podríamos llamar individuos porque no hay individualidad), los cuales pudieran
ser símbolo del poder de Dios sobre la creación al hacerlos un fenómeno único
en su tipo; es decir, sólo Dios podría hacer que dos óvulos diferentes,
fecundados por dos diferentes espermatozoides, crearan dos personas iguales con
la única diferencia de que uno sea del sexo femenino y otro del sexo masculino;
es como si estuviéramos ante Adán y Lilith. La segunda posibilidad: Dios no
existe, porque de igual modo podemos pensar que si las mujeres no se conocieron
hasta la fecha del 99, entonces la fecundación nada tiene de divino pero sí
mucho de azaroso; la fortuna de que coincidieran los genes de tal o cual forma
no obedece a ningún acto divino sino a la simple y llana coincidencia que el
hombre simboliza y relaciona con ideas tribales. Así, el azar se convierte en
la verdadera fuente de nuestro quehacer diario, eliminando cualquier concepto
vano de Dios. Sea cual fuere la opción que tomemos sobre ese personaje, de si existe
o no, de todas formas no interesa a la investigación, no porque esté fuera de
la misma sino porque es irreal en la naturaleza misma.
Algunos
días después pude ver a otras personas, no ya sólo niños sino jóvenes también,
que presentaban características similares a las de los dos primeros. Qué pasa,
por qué de repente la ciudad se convierte en una sola familia. Reviso textos de
genética pero no es mi área, no entiendo nada. Soy un investigador sedentario
(además de inepto) que fracasa en sus investigaciones, busco aquí y allá, las
horas pasan y me atropellan los pensamientos y nada en el horizonte que me haga
salir de este tema, soy un pagano. Estoy sentenciado al fracaso como todos a la
intrascendencia. Me veo en el espejo y soy yo, pero con características de
todos, será que me convierto en uno de ellos o he sido afectado por mis propios
estudios, será que quiero tener los rasgos de ellos para ser mi objeto de
estudio y así responderme algo que me deje tranquilo. No lo sé. Quizás sea el
destino. A veces se puede pensar que él es la suma de todos nuestros pasos,
haceres y deberes, sin embargo, hay una inercia ancestral que es aún mayor a
cualquier destino y nos obliga a pensar en el paso siguiente. La inercia
infinita y ancestral es una probabilidad basta que desconoce nuestro futuro
pero determina nuestra humanidad, qué hago.
Fue
el 22 de agosto de 2006 que encontré la respuesta, cuando ya todo el mundo se
había convertido en una sola persona, cuando todos éramos él. A finales del
siglo XX la ciudad se vio envuelta en un escándalo producto de la violencia. Un
tipo, jamás encontrado, asesinó a otra persona del sexo masculino y de
aproximadamente unos 20 años. El móvil es en apariencia desconocido pero
algunos de los fotógrafos que estuvieron ese día afirman que el cuerpo tenía
una nota y que alguno de los presentes la hurtó para encubrir al criminal.
Cuenta el primero en llegar que en realidad no había sangre derramándose como
en muchos medios se afirmó, simplemente colgaba del árbol de la Facultad de Letras
amarrado de los pies. Otro afirma haber leído la nota y pese a no recordar
exactamente lo que decía, respondió: era
una sentencia verdaderamente escalofriante y la única explicación a su
desaparición puede ser la buena fe, porque incluso yo tardé una semana en quitarme
esa sensación de miedo que me inundó. Así es, aunque la nota nunca me fue
posible conocerla, sé que en sus palabras se encontraba la sentencia más
tenebrosa que pudiese existir en todo el mundo, y es gracias a esa sentencia
que todos nos convertimos en una sola persona. El miedo engendró una paranoia
que lentamente habitó los rincones más sensibles de nuestra mente e hizo del
temor una fijación representada en la imagen de esa persona en la que ahora
todo nos identificamos. Ese temor, también heredado a los hijos y difundido por
las relaciones personales, lentamente se apoderó de todos en la ciudad, aunque
con efecto diferente al esperado. Mientras en las primeras generaciones fue el
resultado del miedo y la psicosis, en las generaciones posteriores sólo fue una
característica compartida.
Esto
es el final. Al ser todos iguales estamos sentenciados a la desaparición como
individuos. Estamos destinados a perder las relaciones de pareja porque al ser
como somos el impacto a nuestro gusto es tan fuerte que se inhibe toda
atracción por el otro; perderemos el cariño, el afecto, el gusto y al cabo de
algunos años perderemos el amor. Seremos víctimas y victimarios de ese sentimiento
que empiezo a olvidar. Nos frustraremos al no poder desahogarlo en alguien que
represente lo ajeno, lo no yo. Seremos incompatibles, seremos unos mutantes sin
la capacidad de amar; esa será nuestra sentencia.
Aguilar Sánchez Paul (Pool DunkelBlau), Mutantografía: Sentencia (inédito).
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